domingo, 26 de noviembre de 2006

EL HOMBRE JESÚS Y SU DIOS

La dificultad para el diálogo interreligioso de afirmar la "encarnación" de Dios

1. La convicción doctrinaria del cristianismo que más ha entrabado el diálogo interreligioso es aquélla que se formula en la afirmación dogmática que Dios se ha encarnado en la persona de Jesús. Con esta formulación, el Cristianismo, protestante o católico, se distingue de otras religiones reveladas y monoteístas afines, como el Judaísmo y el Islam, al atribuirle a Dios una presencia terrena e histórica contingente y particular y al remontar la fundación de la iglesia a una iniciativa del Dios hecho hombre. Este convencimiento implica la afirmación de ser la única religión verdadera – y la única iglesia para los católicos. Ella explica en parte la intolerancia de la que las iglesias cristianas han dado prueba a veces en la historia. Si hoy los cristianos son más tolerantes, permanece todavía una cierta suficiencia o sentimiento de superioridad, por ejemplo, en la forma como se construye mentalmente un estatuto de “cristianismo anónimo” para reconocer de alguna manera como propios a los “hombres de buena voluntad”. A esta actitud algo altanera se ha llegado no por razones puramente religiosas, sino por el uso que el poder político ha hecho de la religión y de las iglesias cristianas, uso al que las iglesias por su parte se han prestado, y no siempre de mala gana.

2. Sin embargo, en los tiempos modernos varias oleadas de críticas racionales han remecido los fundamentos de muchas representaciones comunes a las iglesias cristianas.

• La crítica inicial vino de la Ilustración, la cual comenzó a remover en los siglos XVII y XVIII las bases históricas y literarias de la Biblia. De allí han salido no sólo el laicismo y la irreligión, sino varios intentos serios de refundar la religión dentro de los límites de la razón, conservando, eso sí, los valores éticos que ella afirmaba y garantizaba.

• En la línea de la Ilustración, pero apelando a principios distintos que los de la
pura razón, han argumentado los “maestros de la sospecha” tales como Nietzsche, quien critica a la ética y a la religión desde la “voluntad de poder”; Marx, quien extiende a la religión la sospecha de hacerse cómplice de los intereses económicos del capital; Freud y el psicoanálisis, para quien el origen de la religión está en las pulsiones reprimidas del inconsciente.

• En nuestros días de “globalización”, la crítica a las iglesias cristianas se alza potente en los pueblos del Sur y del Oriente de esta tierra, porque se las vincula al imperialismo cultural del Occidente. Las iglesias hacen un enorme esfuerzo por redefinir su “misión” en términos de in-culturación o de diálogo interreligioso

3. La confluencia de estas sospechas y críticas con el cambio de visión del mundo
que ha traído la ciencia contemporánea ha llevado a que algunos teólogos cristianos se pongan a reconsiderar los fundamentos del “dogma” central del cristianismo – el de la encarnación, en cuanto que éste supone la existencia de otro mundo distinto del material, fuera del tiempo y del espacio, anterior y superior al de nuestra experiencia diaria, desde donde un ser divino hubiera bajado a la tierra, haciéndose hombre, para volver, tras una corta y dolorosa experiencia de vida humana, al otro mundo eterno del que habría venido.

II. Reconsideración crítica del dogma cristiano de la encarnación
Esta reconsideración crítica tiene varios pasos, entre los cuales se enumerarán sumariamente los siguientes:

1. Desde el punto de vista que hoy tenemos de los condicionamientos culturales, parece imposible que Jesús se haya igualado a Dios. Como judío, Jesús creía en el Dios único, Yahvé. Para el pensamiento hebreo, la palabra “Dios” no se refería a una categoría de seres que incluyera varios dioses, como en el pensamiento griego. En la cultura hebrea, daba lo mismo decir “Yahvé” que decir “Dios”, porque en ambos casos se trataba del Único.

2. El estudio de las fuentes bíblicas confirma lo dicho en el punto anterior, pues no consta en los evangelios que Jesús haya tenido conciencia de ser Dios, ni que los discípulos le hayan adorado como Dios. Las frases que se aducen como prueba de ambas aseveraciones, o bien no son atribuibles a Jesús y son por tanto posteriores, o bien Jesús y sus discípulos sólo pudieron haberlas pronunciado en el sentido metafórico en que se usan en los salmos y demás escrituras hebreas. Incluso hay indicios contrarios a una conciencia divina, como el que Jesús rechaza el calificativo de “bueno” que le da el joven rico, con el argumento de que el único bueno es Dios (Mc. 10,17 //). Otros indicios son la confesión de su ignorancia respecto al día del juicio (Mc 13:32); su equivocación respecto a la pronta llegada del Reino de Dios (Mc 14:25) y las señales que Jesús mismo da de estar sorprendido (Mt. 8,10//Lc. 7,9) o de aprender de la experiencia (Mc. 5,30).

3. Luego después de la muerte de Jesús, los discípulos tuvieron una experiencia que, contra toda esperanza, transformó sus vidas, vinculándolos estrechamente entre ellos y con quien había sido su Maestro. Fue la experiencia de que Jesús, no obstante su muerte, seguía presente y eficaz en medio de ellos, con su misma vida y energía. No podían contar mejor esta experiencia que refiriéndose al paso de la muerte a la vida, como si ellos mismos vivieran después de la muerte, o hubieran muerto y vuelto a vivir con Jesús, quien se les había “hecho ver” (w[fqh, I Cor 15,6,7,8) como viviente después de su muerte.

4. Quienes vivieron directamente la experiencia de “ver” de alguna manera al que había muerto y de confiar en que de alguna manera seguía viviendo, se pusieron a
seguirlo y a continuar con él, como quien vive en medio de ellos, la construcción de comunidades de amor fraterno y de justicia, con miras a acoger el Reino de Dios entre los seres humanos. Al mismo tiempo, iniciaron un proceso de rememoración de los dichos y hechos de su Señor, entendiéndolos de forma nueva al confrontar las Escrituras hebreas con su propia experiencia del viviente (Lc. 24), proceso que pusieron luego por escrito. Lo recordaban como el Jesús de Nazaret, al que Dios había “ungido con poder” (de ahí el nombre de Cristo, es decir, Ungido) y que había pasado “haciendo el bien”, ... “porque Dios estaba con él” (Hechos 10,38). Por eso se le podía designar con diversos títulos utilizados ya en el Antiguo Testamento para calificar a otros enviados: “hijo de Dios” (Sal. 2.7), “Cristo” o “Mesías” (Dan. 9,25-26), “hijo del hombre” (Dan. 7.13; 8.16). Ninguno de estos títulos atribuía la divinidad a sus destinatarios. Su sentido era metafórico. Al ser aplicados a Jesús, estos títulos no tenían un alcance distinto. Sólo quieren afirmar que Jesús era un “hombre que venía de Dios” . En los discursos de Pedro de los Hechos de los Apóstoles, se habla de Jesús como el “hombre acreditado por Dios” (Hechos 2.22), distinto por tanto de Dios, pues “Dios hizo por su medio” las señales que lo acreditaban. Es notable que en estos primeros testimonios de las comunidades creyentes no se utiliza la fórmula “resucitó”, sino se dice que Dios lo resucitó (Hechos 2.22,32; 3, 13; 5,30; 10,40) , y que esta expresión es sólo una de las varias que se utilizan para expresar la certeza de que Dios aprobaba de manera definitiva, más allá de la muerte, lo que Jesús había hecho y dicho.

5. Entre las varias expresiones, metafóricas y equivalentes, de la fe en la aprobación divina de Jesús (glorificado, subió a los cielos, está sentado a la diestra de Dios, se le dio un nombre sobre todo nombre...), cabe anotar acerca de la metáfora de la “resurrección” que es distinto creer “que Jesús resucitó” a creer “en Jesús resucitado”. Creer “que Jesús resucitó” o “en la resurrección” es referirse a una verdad abstracta, la misma sobre la que los atenienses le dijeron educadamente a Pablo: “te oiremos sobre esto otro día...” En cambio, creer “en Jesús resucitado” es comprometerse en proseguir la obra por él comenzada y confiar en el vigor de su espíritu que nos anima, fortalece y da esperanza a quienes vivimos cada día como emergiendo de nuestros desesperos, o levantándonos “después de la muerte” .

6. Los cristianos comenzaron a llamar “Dios” a Jesús a fines del siglo I y durante el siglo II, en el ámbito de las comunidades de cultura griega. En esta cultura, el nombre de “dios” era un predicado, atribuible a varios sujetos, sean ellos propiamente “dioses”, como Zeus, Aries, Afrodita, sean “divinos”, como Aquiles y otros héroes de los poemas épicos, o como los emperadores romanos que se hacían llamar “dios y señor”. Jesús no podía ser menos que éstos. El nombre de “dios” atribuido a Jesús en el siglo II no tenía, pues, el significado metafísico de una expresión que se referiera a su “esencia” o “naturaleza”, significado que tuvo posteriormente, sino un sentido metafórico e hiperbólico, como quien dijera: Somos seguidores de Jesús, quien vivió como hijo de Dios por su poder, bondad y sabiduría; si a otros se les llama dioses por motivos semejantes, pues bien, con mayor razón a Jesús, quien es más que todos ellos.

7. En los siglos III y IV surgen los problemas filosóficos relacionados con la afirmaciones: “Jesús es hijo de Dios” y “Jesús es Dios”. Cuando las confesiones de fe o las invocaciones (lex orandi, o fórmulas de oraciones) comenzaron a ser examinadas desde un punto de vista metafísico, esto es, como afirmaciones acerca de la esencia o la naturaleza de Jesús (lex credendi, i. e. ley acerca de una aseveración que debe tenerse por verdadera) se planteaban problemas respecto de Dios: ¿Jesús fue hijo de Dios por naturaleza o sólo adoptado? ¿Hay un solo Dios que se manifiesta de diversos modos, o hay dos dioses? Esos modos de manifestarse, ¿son sólo modos o llegan a ser personas? Entre el Hijo y el Padre, ¿hay una relación de igualdad o una de subordinación? En una cultura altamente exigente en finuras metafísicas, las formas de responder a estas preguntas eran opuestas, y cada una de ellas tenía sus líderes y seguidores, los cuales se establecían en tiendas aparte, excomulgándose recíprocamente como herejes. En medio de estas contiendas verbales – “bizantinas” - se llega a comienzos del siglo IV. El Emperador Constantino buscaba unificar su imperio recientemente conquistado y veía en la religión cristiana un factor importante de unidad. No podía gustarle, pues, que entre los cristianos existieran divisiones. Por ello convoca en Nicea, en 325, el primer Concilio Ecuménico que zanja algunas de las cuestiones disputadas y abre otras. En Nicea se decreta, en contra de la “herejía” de Arrio, que Jesucristo era Dios, igual al Padre y de su misma naturaleza. De Concilio en Concilio, de anatema en anatema, se va a Efeso, luego a Constantinopla, para llegar, a mediados del siglo V, en 451, a Calcedonia, Concilio convocado igualmente por un emperador, Marciano, pero presidido por un obispo, León, llamado “el Grande”. Pera afianzar el “dogma” de Nicea, se definió aquí que Jesucristo es una persona divina, con dos naturalezas, humana y divina, sin confusión, pero también sin separación entre ambas.

8. Pero esta definición plantea problemas insolubles, no sólo a quienes no comparten la visión metafísica subyacente a ella, sino en el interior de esa misma filosofía. Pues si es posible describir de alguna manera la naturaleza humana, es imposible definir lo que sea una “naturaleza” o una “persona divina”. Lo que se afirma de Jesús es, pues, una incógnita, por lo que la afirmación carece de sentido. Tampoco parece posible decir que una persona – en este caso, divina – pueda ser distinta de su naturaleza humana, con la cual se hallaría, sin embargo, unida... Es una afirmación contradictoria. Por otra parte, los atributos supuestamente divinos de eternidad, omniciencia y omnipotencia son de todas maneras incompatibles con la naturaleza humana.

9. En vista de estos y otros sin sentidos lógicos, los cuales chocan, además, con la visión del ser humano y del mundo contemporánea, se propone volver al Jesús del que dieron testimonio quienes vivieron con él y nos contaron la experiencia transformadora para sus propias vidas de alguien que en todo su actuar, en su enseñanza y en su muerte, hizo visible lo que puede ser Dios para el ser humano. En este sentido metafórico se puede decir que él es una encarnación de Dios, como amor dedicado y vuelto hacia Dios, olvidado de sí mismo y consecuente hasta la muerte en una vida entregada a establecer vínculos de amor entre los seres humanos – lo que él llamó el reinado de Dios. Jesús vivió así su vida humana como respuesta creyente a Dios. Por eso dejó que Dios actuara por él. Todo el actuar de este hombre, “que pasó haciendo el bien” y luchando contra todo lo que se opone a lo humano, es reflejo de la voluntad de Dios para con su criatura. Por ello, Jesús ha hecho que Dios sea real para nosotros, como encarnándolo en su vida entera. Su vida se convierte en un desafío a vivir como él, en su seguimiento.

10. Para quienes creemos en Jesús, él ha sido y es la mayor manifestación de Dios en la historia. Puede que no sea la única. El está en la historia de nuestra cultura como símbolo de un futuro de humanidad, o de lo que puede llegar a ser el ser humano, como persona y sociedad, de acuerdo al amor y al designio de Dios.
Conclusión: de vuelta al diálogo interreligioso
Desde el punto de vista recién expuesto, pareciera que esta manera de ver el cristianismo flexibiliza ciertas rigideces dogmáticas y posibilita que el cristiano adopte una actitud abierta frente a cualquier manifestación divina en otros tiempos y culturas.

Es cierto que el cristianismo queda relativizado, en cuanto que se interpretan sus afirmaciones doctrinales en función del ámbito histórico y cultural al que ellas necesariamente se refieren y del que depende. Es cierto también que se le liman sus aristas de verdad absoluta.

Sin embargo, para quienes hemos encontrado en la fe en Jesús una manera de unirnos con Dios y con el prójimo, las aristas de absoluto son innecesarias y los condicionamientos históricos son precisamente los que definen una cultura que es la nuestra. Que Dios se haya manifestado también, aunque no exclusivamente, en esta cultura nuestra, es para nosotros fuente de energía y de compromiso. Desde esta fuente salimos al encuentro de cualquier otra manifestación de Dios, asombrándonos, tal vez como Jesús (Lc. 7,9), de ver la variedad de lo divino manifestándose en todo lo humano.

Manuel Ossa
abril de 2005
Publicado en Pastoral Popular, nº 294, mayo-junio 2005,"Diálogo Interreligioso y Encarnación

Jesucristo, ¿es Dios? – Conversación en torno a un artículo

Publicamos aquí extractos de cartas intercambiadas entre Daniel Frei y Manuel Ossa, con observaciones y objeciones del primero y una respuesta del segundo, en torno a un artículo aparecido en el número anterior de la revista. Este intercambio puede responder a inquietudes de algunos lectores.

1. Objeciones de Daniel Frei

He leído con mucho interés tu artículo “Diálogo Interreligioso y Encarnación” en el pasado número de Pastoral Popular. En él dices que las condiciones para el diálogo interreligioso serían muy diferentes si los cristianos no afirmáramos que “Jesús es Dios”, o en los términos ontológicos de los Concilios: que es “igual al Padre y de su misma sustancia.

Pero la esencia del cristianismo es justamente el encuentro de lo humano y divino en la persona de Jesús. Si negamos esto, entonces la diferencia entre Jesús y nosotros, los demás seres humanos, sería sólo gradual, con lo que el papel de Jesús se reduciría al de un orientador hacia el cielo.

Precisando aún más mis dudas al respecto, te anoto las siguientes observaciones y preguntas: 1ª No has trabajado en tu artículo la exégesis bíblica de pasajes que se refieren a la resurrección: ¿qué pasa con la tumba vacía y las apariciones del resucitado? 2ª No hablas sobre la vida de oración de Jesús o la forma cómo él habla con su Padre. 3ª No explicas la manera cómo él celebra su última cena. 4ª La humanización de Jesús tiene implicancia en toda la dogmática cristiana, por ejemplo: ¿qué queda de la Trinidad? ¿Cuál es la función del Espíritu Santo como Paráclito? ¿Qué pasará con la escatología y segunda venida del Mesias? En el fondo, para dar cuenta de todo ello, habría que reescribir toda la dogmática de la religión cristiana. Sin hacer eso me cuesta aceptar una nueva interpretación de la naturaleza de Jesús.

Daniel Frei, Facultad Teológica Evangéllica, Concepción

2. Respuesta de Manuel Ossa

Jesús resucitado

Creo en Jesús resucitado. Explico lo que esta confesión de fe quiere decir para mí. Ella es adhesión a la persona de un hombre que vivió y murió mirando y escuchando siempre y por sobre todas las cosas a su Padre y nuestro Padre Dios en una actitud de confianza y entrega total. Adherir a esa persona como “resucitado” es afirmar que Dios, misterio originario, acoge a Jesús y transforma su muerte en una nueva forma de vida que perdura y se derrama en nosotros, como el viento impetuoso de su espíritu, para llegar a hacer de nosotros – a lo largo de toda nuestra historia - su nuevo cuerpo de resucitado.

Esta confesión de fe, que es nuestro punto de partida común, fue expresada de diversas maneras y con varias imágenes o figuras en el Nuevo Testamento, porque todo nuestro lenguaje está hecho de figuras y símbolos, sobre todo cuando queremos expresar la realidad del misterio original de Dios, que es objeto más de búsqueda tentativa y por rodeos, que de definición conceptual. El lenguaje simbólico del Nuevo Testamento interpreta el significado transcendente de algunas verdades históricas con medios o imágenes que corresponden al alcance cultural de la época.
El último hecho histórico acerca de Jesús que relatan unánimemente los evangelios es el del “sepulcro vacío”. Es un hecho en sí inexplicable e inexplicado. Las suposiciones respecto de quién hubiera podido realizar la sustracción de su cadáver terminan en callejones sin salida, pues no es verosímil que lo hayan hecho ni sus seguidores ni sus enemigos. En los evangelios, ese mismo hecho se convierte en un símbolo que comienza a articularse en una confesión de fe: una vida como la de Jesús no podía caer bajo el poder del Hades o lugar de la muerte (Hechos 2, 24; 27).

Memoria y visión

Junto con afirmar que el sepulcro estaba vacío, los evangelios narran una serie de experiencias en las que Jesús se había hecho presente de alguna manera a los discípulos. Una de las narraciones más significativas al respecto es la de Emaús. En ella no es la vista física de Jesús la que les hace experimentar su presencia – pues al contrario, no lo reconocían al verlo. Lo que, en la repetición de gestos como el de partir el pan, les hace comprobar que era Jesús quien de alguna manera seguía con ellos, fue su rememoración o recuerdo, unido a una meditación sobre la Escritura – lo reconocieron recién cuando él desapareció de su vista (Luc. 24, 31). No lo comprobaron en el presente – eres – sino en el pretérito: era él..., de quien hablaba la Escritura.

Esta parece ser la descripción más cercana y más ajustada de la experiencia que tuvieron los discípulos en general. Otros relatos desarrollan otras simbologías o responden a otras orientaciones catequísticas. Por lo dicho del relato de Emaús, no queda excluido que esta “visión” haya sido una visión interior, vinculada con una intensa elaboración del recuerdo o de la memoria de ese Jesús, “hombre aprobado” por Dios (Hechos 2, 22), en quien los discípulos habían creído y seguían creyendo.

Hijo de Dios

Creo en Jesús como hijo de Dios, pero entiendo la palabra “hijo” de la manera como la entiende la Biblia - lo explicaré más adelante -, no como la explicaron los Concilios. Creo también que todos estamos llamados a ser hijos y que la fe en Jesús nos pone en el camino de su seguimiento, llenos de la esperanza en que llegaremos a serlo con él y como él lo fue y lo es, de tal manera que seamos "hijos en el hijo". Pienso que estar en una proximidad tan íntima como de hijo con el Padre Dios no fue una "rapiña" que Jesús guardara mezquinamente para sí mismo (Filip. 2, 6), sino la irradiación desde él de un misterio cuya energía tiende a compenetrarnos a todos, como compenetró a Jesús y al que Jesús abrió su existencia entera. Esa apertura suya al misterio del Padre hizo que llegara a estar como en la delantera de una humanidad que está llamada a recorrer en su historia el camino de acoger a Dios hasta recibirse a sí misma enteramente de él. Por eso, en vez de excluir la “divinidad” de Jesús, me parece que el dinamismo del espíritu nos lleva de alguna manera a incluirnos en ella a todos. Hay que examinar, aunque sea a tientas, lo que eso puede significar.

Al volver al nombre “hijo de Dios” del Nuevo Testamento (por ejemplo Mt. 16,16) o de Pablo (por ejemplo en Rom. 1,1), lo entiendo como pudieron entenderla sus autores, es decir, en el contexto original bíblico judaico, en que se nombraba a alguien como “hijo” o “siervo” amado, para expresar que la respuesta de fe a un llamado o misión de Dios lo vinculaba estrechamente con él. Sin embargo, esa imagen no pretendía decir que Jesús era divino en su “esencia” o “naturaleza”. Estos conceptos que atribuyen a Jesús una igualdad esencial con su Padre y nuestro Padre Dios se fueron generando a lo largo de los siglos IV y V, en torno a las discusiones de los cuatro primeros Concilios ecuménicos. Las contradicciones en que cayeron estos Concilios, respondiéndose o corrigiéndose sucesivamente, dan cuenta de la deficiencia lógica de conceptos que, por apuntar hacia afuera del ámbito de la experiencia, no pueden atribuirse con propiedad a nadie, tampoco a Jesús. Por otra parte, los conceptos – sobre todo el de divinidad – tienen el vigor poético de la metáfora que los constituye, pues como metáfora son un grito de admiración y pasmo frente al abismo insondable de una existencia humana donde Dios ha venido a reflejarse de manera para nosotros única – aunque pueda reflejarse de manera diferente en otras culturas.

Deficientes en su lógica y maravillosamente metafóricas en su alcance, las formulaciones de los Concilios de Nicea y Éfeso además quedaron impregnadas por las voluntades de los emperadores convocantes. Esas asambleas marcaron así el umbral por el que las comunidades cristianas transitaron hacia la existencia jerarquizada de las cortes, con tronos y dignatarios revestidos de las insignias del poder político.
Este poder político comenzó luego a difundirse en el interior del ámbito eclesiástico, al configurar una iglesia estructurada por relaciones de autoridad y dependencia, ajenas a Jesús (“entre ustedes no debe ser así...”, Mc. 10,43), y también hacia el exterior, otorgando legitimación divina al poder imperial. Pues se confundieron poder divino y poder político, al atribuírselos ambos a un Jesucristo que, en virtud de su “divinidad”, había llegado a ser el Pantocrátor de los mosaicos bizantinos, figura del poder total (kratos, poder; pantós, total) - origen, fuente y justificación del poder que querían para sí los emperadores.
Espiritualidad, más bien que dogmas

¿Habría que "reescribir toda la dogmática de la religión cristiana" para aceptar una "nueva interpretación de la naturaleza de Jesús"? Tal vez. Pero mejor redescubrir una espiritualidad del seguimiento de Jesús en la entrega a los demás y a nuestra tarea en el mundo.

Al examinar los evangelios en sus orígenes, redactados sin unas categorías filosóficas que cristalizaron en la iglesia recién con ocasión de la condenación de Arrio, en la que el emperador Constantino estaba interesado, uno se vuelve contemporáneo de los primeros testigos y se encuentra de nuevo con un Jesús hombre, movido por el espíritu de su Padre Dios, vuelto enteramente hacia él y orientado, gracias a un diálogo constante con él, a entregar su vida a amar y dignificar a quienes iba encontrando en su camino – "las ovejas perdidas de la casa de Israel".
Encontrarse así con él, en la propia vida, es descubrir que Jesús es un regalo que Dios nos ha hecho en nuestra historia humana, don que puede desplegarse también en cada uno de nosotros por el espíritu creador y vivificador del Padre Dios. Encontrarse así con Jesús es descubrir de nuevo en uno mismo un llamado muy personal de Dios, semejante al que sintió Jesús, a vivir para los demás, a regalar la propia vida, dándole el sentido de don que él mismo dio a su vida y a su muerte, al significarla en el pan y vino de comunión la noche antes de su pasión. Encontrarse así con Jesús, experimentándolo en uno mismo como “espíritu vivificante” (I Cor. 15, 45; 2 Cor. 3, 17), es discernir la misión propia en el torbellino de la vida y abrir las estrecheces del yo a las amplitudes del amor de Dios para con un universo movido por su espíritu creador.

Creo que éste no es el único camino para encontrarse con Jesús, y que otros se encuentran con él por otras vías o por las de intuiciones y visiones que superan las disquisiciones teológicas. Pero me parece que también éste sirve para algunos, como yo, que no lo encuentran de otras maneras.

Manuel Ossa
Junio 2005
(publicado en Pastoral Popular Nº 295, Julio/Agosto 2005

3 comentarios:

Anónimo dijo...

en esta epoca en que nadie cree en mas que el dinero y lo terrenal, uno necesita creer que jesus es como los semi-diosese griegos. alguien cercano pero a la vez ligado a lo divino. si es una idea metaforica o no no lo se. muchas veces he pensado que no hay nada mas alla de lo real, mortal y finito. pero al menos la idea de cristo como simbolo en algo nos alivia los corazones.

Anónimo dijo...

Respondiendo a Sebastián:
Un jesuita, Roger Haight, escribió un libro con el título: "Jesús, símbolo de Dios". El título no le gustó al entonces Cardenal Ratzinger. Sin embargo, es válido, y coincide en parte con su comentario.

Anónimo dijo...

Hola, para los que les guste pensar sobre la evangelización latinoamericana los invitamos a ver el blog: http://pastoralpopularlatinoamericana.blogspot.com/

Los esperamos con sus aportes y reflexiones

G. R.