domingo, 26 de noviembre de 2006

EL HOMBRE JESÚS Y SU DIOS

La dificultad para el diálogo interreligioso de afirmar la "encarnación" de Dios

1. La convicción doctrinaria del cristianismo que más ha entrabado el diálogo interreligioso es aquélla que se formula en la afirmación dogmática que Dios se ha encarnado en la persona de Jesús. Con esta formulación, el Cristianismo, protestante o católico, se distingue de otras religiones reveladas y monoteístas afines, como el Judaísmo y el Islam, al atribuirle a Dios una presencia terrena e histórica contingente y particular y al remontar la fundación de la iglesia a una iniciativa del Dios hecho hombre. Este convencimiento implica la afirmación de ser la única religión verdadera – y la única iglesia para los católicos. Ella explica en parte la intolerancia de la que las iglesias cristianas han dado prueba a veces en la historia. Si hoy los cristianos son más tolerantes, permanece todavía una cierta suficiencia o sentimiento de superioridad, por ejemplo, en la forma como se construye mentalmente un estatuto de “cristianismo anónimo” para reconocer de alguna manera como propios a los “hombres de buena voluntad”. A esta actitud algo altanera se ha llegado no por razones puramente religiosas, sino por el uso que el poder político ha hecho de la religión y de las iglesias cristianas, uso al que las iglesias por su parte se han prestado, y no siempre de mala gana.

2. Sin embargo, en los tiempos modernos varias oleadas de críticas racionales han remecido los fundamentos de muchas representaciones comunes a las iglesias cristianas.

• La crítica inicial vino de la Ilustración, la cual comenzó a remover en los siglos XVII y XVIII las bases históricas y literarias de la Biblia. De allí han salido no sólo el laicismo y la irreligión, sino varios intentos serios de refundar la religión dentro de los límites de la razón, conservando, eso sí, los valores éticos que ella afirmaba y garantizaba.

• En la línea de la Ilustración, pero apelando a principios distintos que los de la
pura razón, han argumentado los “maestros de la sospecha” tales como Nietzsche, quien critica a la ética y a la religión desde la “voluntad de poder”; Marx, quien extiende a la religión la sospecha de hacerse cómplice de los intereses económicos del capital; Freud y el psicoanálisis, para quien el origen de la religión está en las pulsiones reprimidas del inconsciente.

• En nuestros días de “globalización”, la crítica a las iglesias cristianas se alza potente en los pueblos del Sur y del Oriente de esta tierra, porque se las vincula al imperialismo cultural del Occidente. Las iglesias hacen un enorme esfuerzo por redefinir su “misión” en términos de in-culturación o de diálogo interreligioso

3. La confluencia de estas sospechas y críticas con el cambio de visión del mundo
que ha traído la ciencia contemporánea ha llevado a que algunos teólogos cristianos se pongan a reconsiderar los fundamentos del “dogma” central del cristianismo – el de la encarnación, en cuanto que éste supone la existencia de otro mundo distinto del material, fuera del tiempo y del espacio, anterior y superior al de nuestra experiencia diaria, desde donde un ser divino hubiera bajado a la tierra, haciéndose hombre, para volver, tras una corta y dolorosa experiencia de vida humana, al otro mundo eterno del que habría venido.

II. Reconsideración crítica del dogma cristiano de la encarnación
Esta reconsideración crítica tiene varios pasos, entre los cuales se enumerarán sumariamente los siguientes:

1. Desde el punto de vista que hoy tenemos de los condicionamientos culturales, parece imposible que Jesús se haya igualado a Dios. Como judío, Jesús creía en el Dios único, Yahvé. Para el pensamiento hebreo, la palabra “Dios” no se refería a una categoría de seres que incluyera varios dioses, como en el pensamiento griego. En la cultura hebrea, daba lo mismo decir “Yahvé” que decir “Dios”, porque en ambos casos se trataba del Único.

2. El estudio de las fuentes bíblicas confirma lo dicho en el punto anterior, pues no consta en los evangelios que Jesús haya tenido conciencia de ser Dios, ni que los discípulos le hayan adorado como Dios. Las frases que se aducen como prueba de ambas aseveraciones, o bien no son atribuibles a Jesús y son por tanto posteriores, o bien Jesús y sus discípulos sólo pudieron haberlas pronunciado en el sentido metafórico en que se usan en los salmos y demás escrituras hebreas. Incluso hay indicios contrarios a una conciencia divina, como el que Jesús rechaza el calificativo de “bueno” que le da el joven rico, con el argumento de que el único bueno es Dios (Mc. 10,17 //). Otros indicios son la confesión de su ignorancia respecto al día del juicio (Mc 13:32); su equivocación respecto a la pronta llegada del Reino de Dios (Mc 14:25) y las señales que Jesús mismo da de estar sorprendido (Mt. 8,10//Lc. 7,9) o de aprender de la experiencia (Mc. 5,30).

3. Luego después de la muerte de Jesús, los discípulos tuvieron una experiencia que, contra toda esperanza, transformó sus vidas, vinculándolos estrechamente entre ellos y con quien había sido su Maestro. Fue la experiencia de que Jesús, no obstante su muerte, seguía presente y eficaz en medio de ellos, con su misma vida y energía. No podían contar mejor esta experiencia que refiriéndose al paso de la muerte a la vida, como si ellos mismos vivieran después de la muerte, o hubieran muerto y vuelto a vivir con Jesús, quien se les había “hecho ver” (w[fqh, I Cor 15,6,7,8) como viviente después de su muerte.

4. Quienes vivieron directamente la experiencia de “ver” de alguna manera al que había muerto y de confiar en que de alguna manera seguía viviendo, se pusieron a
seguirlo y a continuar con él, como quien vive en medio de ellos, la construcción de comunidades de amor fraterno y de justicia, con miras a acoger el Reino de Dios entre los seres humanos. Al mismo tiempo, iniciaron un proceso de rememoración de los dichos y hechos de su Señor, entendiéndolos de forma nueva al confrontar las Escrituras hebreas con su propia experiencia del viviente (Lc. 24), proceso que pusieron luego por escrito. Lo recordaban como el Jesús de Nazaret, al que Dios había “ungido con poder” (de ahí el nombre de Cristo, es decir, Ungido) y que había pasado “haciendo el bien”, ... “porque Dios estaba con él” (Hechos 10,38). Por eso se le podía designar con diversos títulos utilizados ya en el Antiguo Testamento para calificar a otros enviados: “hijo de Dios” (Sal. 2.7), “Cristo” o “Mesías” (Dan. 9,25-26), “hijo del hombre” (Dan. 7.13; 8.16). Ninguno de estos títulos atribuía la divinidad a sus destinatarios. Su sentido era metafórico. Al ser aplicados a Jesús, estos títulos no tenían un alcance distinto. Sólo quieren afirmar que Jesús era un “hombre que venía de Dios” . En los discursos de Pedro de los Hechos de los Apóstoles, se habla de Jesús como el “hombre acreditado por Dios” (Hechos 2.22), distinto por tanto de Dios, pues “Dios hizo por su medio” las señales que lo acreditaban. Es notable que en estos primeros testimonios de las comunidades creyentes no se utiliza la fórmula “resucitó”, sino se dice que Dios lo resucitó (Hechos 2.22,32; 3, 13; 5,30; 10,40) , y que esta expresión es sólo una de las varias que se utilizan para expresar la certeza de que Dios aprobaba de manera definitiva, más allá de la muerte, lo que Jesús había hecho y dicho.

5. Entre las varias expresiones, metafóricas y equivalentes, de la fe en la aprobación divina de Jesús (glorificado, subió a los cielos, está sentado a la diestra de Dios, se le dio un nombre sobre todo nombre...), cabe anotar acerca de la metáfora de la “resurrección” que es distinto creer “que Jesús resucitó” a creer “en Jesús resucitado”. Creer “que Jesús resucitó” o “en la resurrección” es referirse a una verdad abstracta, la misma sobre la que los atenienses le dijeron educadamente a Pablo: “te oiremos sobre esto otro día...” En cambio, creer “en Jesús resucitado” es comprometerse en proseguir la obra por él comenzada y confiar en el vigor de su espíritu que nos anima, fortalece y da esperanza a quienes vivimos cada día como emergiendo de nuestros desesperos, o levantándonos “después de la muerte” .

6. Los cristianos comenzaron a llamar “Dios” a Jesús a fines del siglo I y durante el siglo II, en el ámbito de las comunidades de cultura griega. En esta cultura, el nombre de “dios” era un predicado, atribuible a varios sujetos, sean ellos propiamente “dioses”, como Zeus, Aries, Afrodita, sean “divinos”, como Aquiles y otros héroes de los poemas épicos, o como los emperadores romanos que se hacían llamar “dios y señor”. Jesús no podía ser menos que éstos. El nombre de “dios” atribuido a Jesús en el siglo II no tenía, pues, el significado metafísico de una expresión que se referiera a su “esencia” o “naturaleza”, significado que tuvo posteriormente, sino un sentido metafórico e hiperbólico, como quien dijera: Somos seguidores de Jesús, quien vivió como hijo de Dios por su poder, bondad y sabiduría; si a otros se les llama dioses por motivos semejantes, pues bien, con mayor razón a Jesús, quien es más que todos ellos.

7. En los siglos III y IV surgen los problemas filosóficos relacionados con la afirmaciones: “Jesús es hijo de Dios” y “Jesús es Dios”. Cuando las confesiones de fe o las invocaciones (lex orandi, o fórmulas de oraciones) comenzaron a ser examinadas desde un punto de vista metafísico, esto es, como afirmaciones acerca de la esencia o la naturaleza de Jesús (lex credendi, i. e. ley acerca de una aseveración que debe tenerse por verdadera) se planteaban problemas respecto de Dios: ¿Jesús fue hijo de Dios por naturaleza o sólo adoptado? ¿Hay un solo Dios que se manifiesta de diversos modos, o hay dos dioses? Esos modos de manifestarse, ¿son sólo modos o llegan a ser personas? Entre el Hijo y el Padre, ¿hay una relación de igualdad o una de subordinación? En una cultura altamente exigente en finuras metafísicas, las formas de responder a estas preguntas eran opuestas, y cada una de ellas tenía sus líderes y seguidores, los cuales se establecían en tiendas aparte, excomulgándose recíprocamente como herejes. En medio de estas contiendas verbales – “bizantinas” - se llega a comienzos del siglo IV. El Emperador Constantino buscaba unificar su imperio recientemente conquistado y veía en la religión cristiana un factor importante de unidad. No podía gustarle, pues, que entre los cristianos existieran divisiones. Por ello convoca en Nicea, en 325, el primer Concilio Ecuménico que zanja algunas de las cuestiones disputadas y abre otras. En Nicea se decreta, en contra de la “herejía” de Arrio, que Jesucristo era Dios, igual al Padre y de su misma naturaleza. De Concilio en Concilio, de anatema en anatema, se va a Efeso, luego a Constantinopla, para llegar, a mediados del siglo V, en 451, a Calcedonia, Concilio convocado igualmente por un emperador, Marciano, pero presidido por un obispo, León, llamado “el Grande”. Pera afianzar el “dogma” de Nicea, se definió aquí que Jesucristo es una persona divina, con dos naturalezas, humana y divina, sin confusión, pero también sin separación entre ambas.

8. Pero esta definición plantea problemas insolubles, no sólo a quienes no comparten la visión metafísica subyacente a ella, sino en el interior de esa misma filosofía. Pues si es posible describir de alguna manera la naturaleza humana, es imposible definir lo que sea una “naturaleza” o una “persona divina”. Lo que se afirma de Jesús es, pues, una incógnita, por lo que la afirmación carece de sentido. Tampoco parece posible decir que una persona – en este caso, divina – pueda ser distinta de su naturaleza humana, con la cual se hallaría, sin embargo, unida... Es una afirmación contradictoria. Por otra parte, los atributos supuestamente divinos de eternidad, omniciencia y omnipotencia son de todas maneras incompatibles con la naturaleza humana.

9. En vista de estos y otros sin sentidos lógicos, los cuales chocan, además, con la visión del ser humano y del mundo contemporánea, se propone volver al Jesús del que dieron testimonio quienes vivieron con él y nos contaron la experiencia transformadora para sus propias vidas de alguien que en todo su actuar, en su enseñanza y en su muerte, hizo visible lo que puede ser Dios para el ser humano. En este sentido metafórico se puede decir que él es una encarnación de Dios, como amor dedicado y vuelto hacia Dios, olvidado de sí mismo y consecuente hasta la muerte en una vida entregada a establecer vínculos de amor entre los seres humanos – lo que él llamó el reinado de Dios. Jesús vivió así su vida humana como respuesta creyente a Dios. Por eso dejó que Dios actuara por él. Todo el actuar de este hombre, “que pasó haciendo el bien” y luchando contra todo lo que se opone a lo humano, es reflejo de la voluntad de Dios para con su criatura. Por ello, Jesús ha hecho que Dios sea real para nosotros, como encarnándolo en su vida entera. Su vida se convierte en un desafío a vivir como él, en su seguimiento.

10. Para quienes creemos en Jesús, él ha sido y es la mayor manifestación de Dios en la historia. Puede que no sea la única. El está en la historia de nuestra cultura como símbolo de un futuro de humanidad, o de lo que puede llegar a ser el ser humano, como persona y sociedad, de acuerdo al amor y al designio de Dios.
Conclusión: de vuelta al diálogo interreligioso
Desde el punto de vista recién expuesto, pareciera que esta manera de ver el cristianismo flexibiliza ciertas rigideces dogmáticas y posibilita que el cristiano adopte una actitud abierta frente a cualquier manifestación divina en otros tiempos y culturas.

Es cierto que el cristianismo queda relativizado, en cuanto que se interpretan sus afirmaciones doctrinales en función del ámbito histórico y cultural al que ellas necesariamente se refieren y del que depende. Es cierto también que se le liman sus aristas de verdad absoluta.

Sin embargo, para quienes hemos encontrado en la fe en Jesús una manera de unirnos con Dios y con el prójimo, las aristas de absoluto son innecesarias y los condicionamientos históricos son precisamente los que definen una cultura que es la nuestra. Que Dios se haya manifestado también, aunque no exclusivamente, en esta cultura nuestra, es para nosotros fuente de energía y de compromiso. Desde esta fuente salimos al encuentro de cualquier otra manifestación de Dios, asombrándonos, tal vez como Jesús (Lc. 7,9), de ver la variedad de lo divino manifestándose en todo lo humano.

Manuel Ossa
abril de 2005
Publicado en Pastoral Popular, nº 294, mayo-junio 2005,"Diálogo Interreligioso y Encarnación

Jesucristo, ¿es Dios? – Conversación en torno a un artículo

Publicamos aquí extractos de cartas intercambiadas entre Daniel Frei y Manuel Ossa, con observaciones y objeciones del primero y una respuesta del segundo, en torno a un artículo aparecido en el número anterior de la revista. Este intercambio puede responder a inquietudes de algunos lectores.

1. Objeciones de Daniel Frei

He leído con mucho interés tu artículo “Diálogo Interreligioso y Encarnación” en el pasado número de Pastoral Popular. En él dices que las condiciones para el diálogo interreligioso serían muy diferentes si los cristianos no afirmáramos que “Jesús es Dios”, o en los términos ontológicos de los Concilios: que es “igual al Padre y de su misma sustancia.

Pero la esencia del cristianismo es justamente el encuentro de lo humano y divino en la persona de Jesús. Si negamos esto, entonces la diferencia entre Jesús y nosotros, los demás seres humanos, sería sólo gradual, con lo que el papel de Jesús se reduciría al de un orientador hacia el cielo.

Precisando aún más mis dudas al respecto, te anoto las siguientes observaciones y preguntas: 1ª No has trabajado en tu artículo la exégesis bíblica de pasajes que se refieren a la resurrección: ¿qué pasa con la tumba vacía y las apariciones del resucitado? 2ª No hablas sobre la vida de oración de Jesús o la forma cómo él habla con su Padre. 3ª No explicas la manera cómo él celebra su última cena. 4ª La humanización de Jesús tiene implicancia en toda la dogmática cristiana, por ejemplo: ¿qué queda de la Trinidad? ¿Cuál es la función del Espíritu Santo como Paráclito? ¿Qué pasará con la escatología y segunda venida del Mesias? En el fondo, para dar cuenta de todo ello, habría que reescribir toda la dogmática de la religión cristiana. Sin hacer eso me cuesta aceptar una nueva interpretación de la naturaleza de Jesús.

Daniel Frei, Facultad Teológica Evangéllica, Concepción

2. Respuesta de Manuel Ossa

Jesús resucitado

Creo en Jesús resucitado. Explico lo que esta confesión de fe quiere decir para mí. Ella es adhesión a la persona de un hombre que vivió y murió mirando y escuchando siempre y por sobre todas las cosas a su Padre y nuestro Padre Dios en una actitud de confianza y entrega total. Adherir a esa persona como “resucitado” es afirmar que Dios, misterio originario, acoge a Jesús y transforma su muerte en una nueva forma de vida que perdura y se derrama en nosotros, como el viento impetuoso de su espíritu, para llegar a hacer de nosotros – a lo largo de toda nuestra historia - su nuevo cuerpo de resucitado.

Esta confesión de fe, que es nuestro punto de partida común, fue expresada de diversas maneras y con varias imágenes o figuras en el Nuevo Testamento, porque todo nuestro lenguaje está hecho de figuras y símbolos, sobre todo cuando queremos expresar la realidad del misterio original de Dios, que es objeto más de búsqueda tentativa y por rodeos, que de definición conceptual. El lenguaje simbólico del Nuevo Testamento interpreta el significado transcendente de algunas verdades históricas con medios o imágenes que corresponden al alcance cultural de la época.
El último hecho histórico acerca de Jesús que relatan unánimemente los evangelios es el del “sepulcro vacío”. Es un hecho en sí inexplicable e inexplicado. Las suposiciones respecto de quién hubiera podido realizar la sustracción de su cadáver terminan en callejones sin salida, pues no es verosímil que lo hayan hecho ni sus seguidores ni sus enemigos. En los evangelios, ese mismo hecho se convierte en un símbolo que comienza a articularse en una confesión de fe: una vida como la de Jesús no podía caer bajo el poder del Hades o lugar de la muerte (Hechos 2, 24; 27).

Memoria y visión

Junto con afirmar que el sepulcro estaba vacío, los evangelios narran una serie de experiencias en las que Jesús se había hecho presente de alguna manera a los discípulos. Una de las narraciones más significativas al respecto es la de Emaús. En ella no es la vista física de Jesús la que les hace experimentar su presencia – pues al contrario, no lo reconocían al verlo. Lo que, en la repetición de gestos como el de partir el pan, les hace comprobar que era Jesús quien de alguna manera seguía con ellos, fue su rememoración o recuerdo, unido a una meditación sobre la Escritura – lo reconocieron recién cuando él desapareció de su vista (Luc. 24, 31). No lo comprobaron en el presente – eres – sino en el pretérito: era él..., de quien hablaba la Escritura.

Esta parece ser la descripción más cercana y más ajustada de la experiencia que tuvieron los discípulos en general. Otros relatos desarrollan otras simbologías o responden a otras orientaciones catequísticas. Por lo dicho del relato de Emaús, no queda excluido que esta “visión” haya sido una visión interior, vinculada con una intensa elaboración del recuerdo o de la memoria de ese Jesús, “hombre aprobado” por Dios (Hechos 2, 22), en quien los discípulos habían creído y seguían creyendo.

Hijo de Dios

Creo en Jesús como hijo de Dios, pero entiendo la palabra “hijo” de la manera como la entiende la Biblia - lo explicaré más adelante -, no como la explicaron los Concilios. Creo también que todos estamos llamados a ser hijos y que la fe en Jesús nos pone en el camino de su seguimiento, llenos de la esperanza en que llegaremos a serlo con él y como él lo fue y lo es, de tal manera que seamos "hijos en el hijo". Pienso que estar en una proximidad tan íntima como de hijo con el Padre Dios no fue una "rapiña" que Jesús guardara mezquinamente para sí mismo (Filip. 2, 6), sino la irradiación desde él de un misterio cuya energía tiende a compenetrarnos a todos, como compenetró a Jesús y al que Jesús abrió su existencia entera. Esa apertura suya al misterio del Padre hizo que llegara a estar como en la delantera de una humanidad que está llamada a recorrer en su historia el camino de acoger a Dios hasta recibirse a sí misma enteramente de él. Por eso, en vez de excluir la “divinidad” de Jesús, me parece que el dinamismo del espíritu nos lleva de alguna manera a incluirnos en ella a todos. Hay que examinar, aunque sea a tientas, lo que eso puede significar.

Al volver al nombre “hijo de Dios” del Nuevo Testamento (por ejemplo Mt. 16,16) o de Pablo (por ejemplo en Rom. 1,1), lo entiendo como pudieron entenderla sus autores, es decir, en el contexto original bíblico judaico, en que se nombraba a alguien como “hijo” o “siervo” amado, para expresar que la respuesta de fe a un llamado o misión de Dios lo vinculaba estrechamente con él. Sin embargo, esa imagen no pretendía decir que Jesús era divino en su “esencia” o “naturaleza”. Estos conceptos que atribuyen a Jesús una igualdad esencial con su Padre y nuestro Padre Dios se fueron generando a lo largo de los siglos IV y V, en torno a las discusiones de los cuatro primeros Concilios ecuménicos. Las contradicciones en que cayeron estos Concilios, respondiéndose o corrigiéndose sucesivamente, dan cuenta de la deficiencia lógica de conceptos que, por apuntar hacia afuera del ámbito de la experiencia, no pueden atribuirse con propiedad a nadie, tampoco a Jesús. Por otra parte, los conceptos – sobre todo el de divinidad – tienen el vigor poético de la metáfora que los constituye, pues como metáfora son un grito de admiración y pasmo frente al abismo insondable de una existencia humana donde Dios ha venido a reflejarse de manera para nosotros única – aunque pueda reflejarse de manera diferente en otras culturas.

Deficientes en su lógica y maravillosamente metafóricas en su alcance, las formulaciones de los Concilios de Nicea y Éfeso además quedaron impregnadas por las voluntades de los emperadores convocantes. Esas asambleas marcaron así el umbral por el que las comunidades cristianas transitaron hacia la existencia jerarquizada de las cortes, con tronos y dignatarios revestidos de las insignias del poder político.
Este poder político comenzó luego a difundirse en el interior del ámbito eclesiástico, al configurar una iglesia estructurada por relaciones de autoridad y dependencia, ajenas a Jesús (“entre ustedes no debe ser así...”, Mc. 10,43), y también hacia el exterior, otorgando legitimación divina al poder imperial. Pues se confundieron poder divino y poder político, al atribuírselos ambos a un Jesucristo que, en virtud de su “divinidad”, había llegado a ser el Pantocrátor de los mosaicos bizantinos, figura del poder total (kratos, poder; pantós, total) - origen, fuente y justificación del poder que querían para sí los emperadores.
Espiritualidad, más bien que dogmas

¿Habría que "reescribir toda la dogmática de la religión cristiana" para aceptar una "nueva interpretación de la naturaleza de Jesús"? Tal vez. Pero mejor redescubrir una espiritualidad del seguimiento de Jesús en la entrega a los demás y a nuestra tarea en el mundo.

Al examinar los evangelios en sus orígenes, redactados sin unas categorías filosóficas que cristalizaron en la iglesia recién con ocasión de la condenación de Arrio, en la que el emperador Constantino estaba interesado, uno se vuelve contemporáneo de los primeros testigos y se encuentra de nuevo con un Jesús hombre, movido por el espíritu de su Padre Dios, vuelto enteramente hacia él y orientado, gracias a un diálogo constante con él, a entregar su vida a amar y dignificar a quienes iba encontrando en su camino – "las ovejas perdidas de la casa de Israel".
Encontrarse así con él, en la propia vida, es descubrir que Jesús es un regalo que Dios nos ha hecho en nuestra historia humana, don que puede desplegarse también en cada uno de nosotros por el espíritu creador y vivificador del Padre Dios. Encontrarse así con Jesús es descubrir de nuevo en uno mismo un llamado muy personal de Dios, semejante al que sintió Jesús, a vivir para los demás, a regalar la propia vida, dándole el sentido de don que él mismo dio a su vida y a su muerte, al significarla en el pan y vino de comunión la noche antes de su pasión. Encontrarse así con Jesús, experimentándolo en uno mismo como “espíritu vivificante” (I Cor. 15, 45; 2 Cor. 3, 17), es discernir la misión propia en el torbellino de la vida y abrir las estrecheces del yo a las amplitudes del amor de Dios para con un universo movido por su espíritu creador.

Creo que éste no es el único camino para encontrarse con Jesús, y que otros se encuentran con él por otras vías o por las de intuiciones y visiones que superan las disquisiciones teológicas. Pero me parece que también éste sirve para algunos, como yo, que no lo encuentran de otras maneras.

Manuel Ossa
Junio 2005
(publicado en Pastoral Popular Nº 295, Julio/Agosto 2005

miércoles, 22 de noviembre de 2006

APORTES PROTESTANTES A LA TEOLOGIA LATINOAMERICANA

Aportes protestantes a la teología latinoamericana
Manuel Ossa
(contribución a un Panel del Foro Social Chileno el 25 Nov 2006)

En este panel, voy a destacar cuatro aportes protestantes a la teología latinoamericana llamada “de la Liberación”.

Estos cuatro aportes pueden resumirse telegráficamente en las siguientes proposiciones:

1. Partiendo de la crítica racional de la Ilustración, se acepta la sociedad secular como un hecho y un desafío;
2. Desde la experiencia compartida de los “oprimidos” se desconstruye la conciencia eclesiástica de ser “pueblo elegido”;
3. Desde el sufrimiento de los “excluidos”, se reconoce a la “justificación” como un llamado a construir una sociedad “inclusiva”;
4. Desde la crítica a los poderes de la exclusión – dictaduras políticas, imperialismos económicos, totalitarismos de mercado -, se recobra la esperanza como un contra-poder que afirma como posible y comienza ya a construir una realidad nueva. Lo “utópico”se posiciona así no como un sueño irreal, sino como lo que “debe tener lugar”.

1.- Partiendo de la crítica racional de la Ilustración, se acepta la sociedad secular como un hecho y un desafío

Los misioneros protestantes y las iglesias evangélicas implantadas en la región a comienzos del siglo XX pertenecían a una de dos tendencias opuestas: o bien eran fundamentalistas por su interpretación literal de la Biblia, o bien eran moralistas en cuanto al supuesto de que lo decisivo para reorientar a los pueblos latinoamericanos era la conversión ética o moral de los individuos.
En oposición a estas dos tendencias, se constituyó a comienzos de los años 60 un grupo de trabajo llamado “Iglesia y Sociedad en América Latina” (ISAL)(1) como rama de trabajo especializada del Consejo Mundial de Iglesias (CMI). Este grupo de trabajo definió el rumbo que debería tomar el protestantismo en América Latina como un retorno a las fuentes bíblicas. Pero era un retorno crítico. Para ISAL, la misión de evangelizar no significaba “tanto ‘ganar’ personas para la Iglesia, cuanto crear una situación humana en la que el hombre [pudiera] responder afirmativamente al llamado de la gracia realizado por Dios en Jesucristo”(2) .
Así se daba un paso inédito dentro del protestantismo latinoamericano: el de afirmar que lo esencial no está en preocuparse cómo la iglesia pueda crecer como cuerpo, sino en trabajar por volver humanas las condiciones de vida de todos en la sociedad. Esto significa respetar la autonomía de un mundo secularizado y aceptar su desafío que era, en palabras de Bonhoeffer, “vivir una ‘santidad mundana’ a través de un cristianismo no religioso”(3).

2. Desde la experiencia compartida de los “oprimidos” se desconstruye la conciencia eclesiástica de ser “pueblo elegido”

En los años 70 se funda el DEI como organismo ecuménico de reflexión socio-religiosa y política. Los protestantes asumen la relectura bíblica, haciendo nueva exégesis a partir de la experiencia de los empobrecidos.
En 1979 Elsa Támez, colaboradora del DEI, destaca en su obra La Biblia de los Oprimidos( 4) que la categoría de “opresión” designa el centro o “meollo del contexto histórico donde se desenvuelve” el mensaje bíblico y que “sólo a partir de este centro podemos comprender los significados de fe, gracia, amor, paz, pecado y salvación”. Es decir, los temas básicos del cristianismo.
En este su primer trabajo académico, Támez discierne ciertas estructuras constantes en las formas como se lleva a cabo la opresión, sus motivaciones, sus efectos personales y las configuraciones sociales que de ella se derivan. El enjuiciamiento ético que realizan los autores bíblicos en nombre de su Dios Yahvé va hasta destruir o poner radicalmente en tela de juicio afirmaciones o creencias tan establecidas, como la de que Israel sea pueblo de Dios o su heredad. Israel es pueblo de Dios sólo porque y cuando está oprimido; pero deja de ser pueblo de Dios apenas se convierte en un opresor, pues entonces Dios llama a otro pueblo para que le impida seguir siéndolo. Hay más: si Dios quiere liberar a Israel de la opresión no es para darle un estatuto superior o dominador con respecto a otros pueblos, sino para hacer que todos los pueblos vivan comunicándose como iguales: “Aquel día habrá una calzada de Egipto a Asiria … y los egipcios con los asirios servirán a Yahvé. … Bendito mi pueblo Egipto, y Asiria, obra de mis manos, e Israel, mi heredad (Is. 19,23-25).
De esta comprobación, deberían seguirse consecuencias para la institución eclesial. Volveremos sobre este punto en la conclusión.

3.- Desde el sufrimiento de los “excluidos”, se reconoce a la “justificación” como un llamado a construir una sociedad “inclusiva”

La reflexión de Elsa Támez se ha seguido desarrollando en obras posteriores suyas, como su muy notable contribución a la doctrina luterana de la “justificación” . En esta obra, el punto de vista se amplía: la clave bíblica no es ya la categoría de “oprimidos”, sino la más amplia de “excluidos”, la cual, a su juicio, trasciende la opresión económica, aunque la implica(6).
En la reinterpretación que Támez hace de las epístolas de Pablo a los Romanos y a los Gálatas, la obra de Dios realizada en Jesucristo – es decir, la “justificación” - ha consistido en incluir a los excluídos, terminando así con un mundo en que domina el “pecado”, al cual se lo define como la “injusticia” de la exclusión. En sus palabras, la justificación consiste en que, “para Pablo, Dios ha de intervenir en la historia anunciando la buena nueva de la transformación de los seres humanos en hermanos-hermanas y sujetos que hacen justicia gracias a la fe de Jesucristo y a la fe en Aquel que resucita a los muertos”(7).
El anuncio de la justificación por la fe de Jesús en el Dios de la vida es un anuncio de la trasformación que Dios mismo opera en los seres humanos para que nos
dejemos de exclusiones. Por ello, es también un llamado a quienes acogen este anuncio para que sigan recibiendo esa acción de Dios y la prolonguen hacia el mundo alrededor suyo. La comunidad de los creyentes se transforma así en la comunidad que hace justicia incluyendo a los excluidos y sólo tiene razón de ser – es decir “justifica su existencia” - en la medida en que es portavoz de esta inclusión universal.

4. Desde la crítica a los poderes de la exclusión – dictaduras políticas, imperialismos económicos, totalitarismos de mercado -, se recobra la esperanza como un contra-poder que afirma como posible y comienza ya a construir una realidad nueva. Lo “utópico” se posiciona así, no como un sueño irreal, sino como lo que “debe tener lugar”

En relación con las investigaciones anteriores, y por cierto vinculándose con los estudios hermenéuticos desarrollados en Europa y los Estados Unidos, diversos grupos de pastores y teólogos han continuado la tarea de re-lectura de la Escritura desde las situaciones latinoamericanas y tercermundistas (8). Entre estos cabe destacar la labor del profesor holandés Hans de Wit como formador de pastores en la Comunidad Teológica de Santiago e intérprete de la Biblia en estrecho contacto con la “humillación del pueblo” (9) durante la dictadura militar en Chile.
Con ocasión de la celebración de los 500 años de la conquista por los europeos de esta región actualmente llamada América Latina, pero antes “Abya Yala” por los indígenas mesoamericanos, el Consejo Latinoamericano de Iglesias (CLAI) tuvo la feliz iniciativa de invitar a un grupo de jóvenes biblistas y pastores a trabajar temas bíblicos. (10). En estos apuntes encuentran un eco, se puede decir reforzado, varias re-lecturas bíblicas. Éstas recurren a datos ya establecidos de las ciencias históricas (11), pero lo hacen desde la perspectiva de situaciones latinoamericanas.

a) contra la y las “conquistas” (colonizadoras o imperiales)

Así por ejemplo, vuelven a leer relatos tan belicosos como los de la “conquista” de la tierra de Canaán, en los libros de Josué y Jueces, para mostrar que el Dios de Israel está “contra toda conquista” y más bien por el entendimiento y la integración de los pueblos. Esta conclusión les permite criticar la “conquista” ibérica de Abya-Yala o Indoamérica.
Los autores apoyan esta tesis en que los redactores de los textos en cuestión utilizaron las imágenes bélicas de una “conquista”, que, de acuerdo a las investigaciones modernas, carece de base histórica (12), sólo como símbolos o figuras literarias que dieran esperanza a los exiliados, para ayudarles así a superar la situación de depresión o angustia en que se encontraban en la Babilonia del siglo VI, situación en la que hallan semejanza con la del pueblo empobrecidos de América Latina (13).

b) contra el poder dictatorial e imperialista

Las experiencias latinoamericanas de opresión bajo las dictaduras, ha llevado a investigar más profundamente el sentido de la crítica profética al poder de los reyes en el Antiguo Testamento, y las experiencias de desesperanza, decaimiento y fracaso de los pueblos empobrecidos ha vuelto a despertar el interés por experiencias semejantes hechas por el pueblo de Israel en situación de ocupación imperial extranjera, o de exilio, como también por las primeras comunidades cristianas bajo el imperio romano (14). No se busca con ello ninguna orientación práctica para la acción política, - pues la diferencia de situaciones históricas deslegitimaría de antemano cualquier tipo de trasposición -, sino más bien reencontrar la profundidad de experiencia humana que les permitió a las comunidades israelitas y cristianas esperar contra toda esperanza y fundamentar su resistencia a los poderes alienantes.

c) La esperanza como configuración activa de una utopía.

Al interpretar desde la situación latinoamericana el cambio cultural que trajo el protestantismo a la relación entre individuo y sociedad, Rubem Alves completa y confiere realismo a la idea de esperanza (15).
El principio protestante de la libertad del individuo frente a las estructuras de autoridad no debe ser pensado en términos dualistas, como lo ha hecho el fundamentalismo, sea oponiendo la salvación del individuo a la condenación del mundo, sea proponiendo la conversión de los individuos como la solución para la renovación social – mediante una suerte de sumatoria de inviduos convertidos de la que saldría automáticamente la sociedad nueva.
La oposición del individuo a la estructura debe ser entendida más bien en términos dialécticos: el individuo libre se opone a la estructura opresora en cuanto que penetra en ella – mediante la política y la lucha – para transformarla.
En este mismo sentido entiende Alves al protestantismo como “utopía”: el protestante dice que la sociedad que él busca – el reino de Dios - “no tiene lugar” (“u-topía” significa “no-lugar”) en las estructuras socioeconómicas y políticas opresoras o excluyentes. Pero negar estas estructuras no es para evadirse de ellas, sino para ponerse a buscar y realizar en la misma sociedad otras formas de convivencia que puedan “tener lugar” un día. El término de la “utopía” no es la negación, sino la posición y configuración de un nuevo lugar.

Resumen crítico

Como se lo ha visto, son varios los aportes protestantes que han contribuido a producir un vuelco en la teología latinoamericana y la interpretación de la Biblia. Tal vez por no estar sometida a un magisterio doctrinal como el de la Iglesia Católica, la teología protestante se ha movido a veces con alguna mayor libertad de espíritu. Sin embargo, se advierte una tensión y hasta un hiato entre la propuesta de los teólogos y la aceptación por parte de las iglesias.
La propuesta de secularización lanzada ya desde los años 60 por Julio de Santa Ana no ha logrado implementarse en la vida institucional de las iglesias protestantes.
La crítica de la categoría teológica de “elección” con respecto al pueblo de Israel, y por consecuencia también respecto a la iglesia, debía terminar, como lo hemos visto, con el carácter exclusivo con que la iglesia cristiana se ha sentido “elegida” y comenzaba a desbancar, por tanto, a sus miembros del zócalo de privilegio en que creían encontrarse como “escogidos”. Terminado este privilegio, los miembros de la iglesia deberían haberse puesto de preferencia al servicio de tareas puramente seculares, respondiendo con medios, métodos y objetivos también seculares a las urgencias sociales, económicas y políticas del momento. No ha sido así. La institución eclesiástica ha demostrado tener una inercia secular demasiado pesada como para relativizarse hasta ese punto. Sus tareas y proyectos en el plano de la educación, de la asistencia social e incluso de la política ha apuntado más bien a objetivos internos, como la supervivencia o el acrecentamiento institucional, que al compromiso por humanizar el mundo de los oprimidos y excluidos.
En este mismo sentido cabe preguntarse si los seguidores de Jesús hemos tomado en serio que nuestra corporatividad como “cuerpo de Cristo” sólo tiene razón de ser en cuanto que realiza en sí misma la inclusión universal de todas las diferencias y los diferentes y procura extender esta inclusión a la sociedad civil por la denuncia de todas las barreras de intolerancia y segregación y por un compromiso político activo por su abolición.

Notas

(1) Inspirados en Richard Shaull, teólogo estadounidense, y en teólogos europeos como Dietrich Bonhoeffer y Paul Tillich, participaron de una u otra manera en este grupo de trabajo, entre otros, el teólogo uruguayo Julio de Santa Ana, el teólogo, literato y psicoanalista Rubem Alves de Brasil, - de cuyo aporte visionario se hablará en el último punto de esta ponencia - , y el Profesor y Pastor José Míguez Bonino, quien lo hizo tanto desde su cátedra en el Instituto Evangélico de Teología, ISEDET, de Buenos Aires, como en sus diversas actividades ecuménicas, en un esfuerzo por acercar el pensamiento y la acción de las iglesias evangélicas al agitado mundo de las decisiones políticas. ISAL inicia el 1971 la publicación desde Montevideo de la revista Cristianismo y Sociedad, en cuyo consejo de redacción, además de teólogos católicos como Hugo Assmann, está también José Míguez Bonino. ISAL fue uno de los promotores y participantes del Primer Congreso Latinoamericano de “Cristianos por el Socialismo”, tenido en Santiago en abril de 1972
(2) Julio de Santa Ana, Protestantismo, Cultura y Sociedad – Problemas y perspectivas de la fe evangélica en América Latina, Ed. La Aurora, Buenos Aires, 1970, p. 13.
(3) Julio de Santa Ana, o.c., p. 29. Con esta descripción, Julio de Santa Ana concuerda con la postura que el teólogo protestante alemán Dietrich Bonhoeffer pedía del cristiano en un mundo secularizado. Santa Ana dedica el cap. III de la obra citada a analizar el aporte de Bonhoeffer, de quien dice que “da la pauta del ejercicio de la piedad protestante en nuestro tiempo … “ (o.c., p. 15).
(4) Elsa Támez, La Biblia de los Oprimidos – la opresión en la teología bíblica, Dei, San José de Costa Rica, 1979, cf. p. 12
(5) Elsa Támez, Contra toda condena. La justificación por la fe desde los excluidos, Editorial DEI, San José de Costa Rica, 1990; su art. “Justificación” en Conceptos Fundamentales del Cristianismo (Ed. Trotta, 1993), p. 665-675.
(6) O.c. Contra toda condena, cap. III, 137 y 142.
(7) Con esta reinterpretación, la teología latinoamericana desde los excluídos completa la obra comenzada por exégetas anteriores, como Käsemann, que ya habían desarrollado las dimensiones sociales y políticas de una “justificación” que Lutero había percibido casi exclusivamente en términos individuales. Ver Ernst Käsemann, “La justicia de Dios en Pablo” en Ensayos exegéticos.(Ed. Sígueme, Salamanca, 1978), publicado por primera vez en 1961 en la revista Zeitschrift für Theologie und Kirche. Cf. p. 277. Beltrán Villegas, en su artículo “Una visión de la gracia: la justificación en Romanos”, Teología y Vida, 28 (1987), p. 277-305, profundiza la investigación exegética sobre el punto y verifica, con aportaciones originales, la línea de investigación iniciada por Käsemann en Alemania y Stanislas Lyonnet en Francia.
(8) Para tener una visión panorámica y a la vez crítica de algunas de estas líneas de trabajo, ver la obra de Hans de Wit, En la dispersión el texto es patria – Introducción a la hermenéutica clásica moderna y posmoderna, Universidad Bíblica Latinoamericana, San José de Costa Rica, 2002, capítulo 3, nº 7 “Hermenéutica latinoamericana”. Sin embargo, por detenerse en algunos aspectos criticables de esta hermenéutica, el autor no considera o no llega a valorar debidamente ciertas líneas de trabajo. Por ejemplo, no menciona a Elsa Támez en el párrafo sobre la teología latinoamericana. Por eso no considera las dos obras que aquí se están mencionando. De Elsa Támez nombra sólo en las obras que escribió después de 1996, es decir, las que se refieren a la teologia feminista – a la que de Wit dedica el nº 8 del mismo capítulo.
(9) Cf. Hans de Wit, He visto la humillación de mi pueblo – Relectura del Génesis desde América Latina, Ed. Amerinda, Satiago de Chile, 1988
(10) Lo hicieron en una intensa jornada de estudios, en septiembre de 1991, en el Seminario Bíblico Latinoamericano. El resultado de sus reflexiones quedó apuntado en la obra Martirio y Esperanza – Reflexiones bíblicas sobre los 500 años, Consejo Latinoamericano de Iglesias, Quito, Ecuador, 1992
(11) Ver la obra clásica de Martin Noth sobre la Historia de Israel, Introducción, § 3, p. 29 (10ª edic., Geschichte Israels, Vandenhoek & Ruprecht, 1986. La primera edición de su Geschichte Israels es de 1950.)
(12) Quienes llegaron a Canaán fueron unos cuantos grupos de nómades que se sedentarizaron en lugares poco poblados. Se llamaban “hebreos” o “habiru” nombre que no designaba tanto a un pueblo o una raza, sino más bien “una posición jurídico social determinada … de gente con menos derechos y con pocos medios económicos que prestan servicios donde y como se los necesite”. Estos “habiru”, más que conquistar un territorio, lo que hicieron fue integrarse con las poblaciones autóctonas de Canaán, dándoles una vinculación territorial y religiosa, a la que se la designa hoy como anfictionía. Martin Noth, o.c., Parte I, cap. I y III.
(13) Esta forma de relectura bíblica a partir de las intuiciones prestadas por situaciones latinoamericanas se ha proseguido y profundizado en diversos ensayos o estudios que procuran buscar algunos elementos de correlación o comparación de las situaciones históricas contemporáneas en Latinoamérica con las situaciones históricas en que se originaron los textos bíblicos. Corresponde al método propuesto por Carlos Mesters, teólogo católico, uno de los fundadores del Centro de Estudos Bíblicos (CEBI) en Brasil desde su fundación en 1979, quien habla del “triángulo hermenéutico”, donde se parte del análisis de la realidad (personal, comunitaria y social), para ir a la Biblia, e iluminar desde allí la vida comunitaria. Otros Centros Ecuménicos, como el CEDEBI de Colombia y el CEDM de Chile van también en esta línea de interpretación llamada “lectura popular de la Biblia”. Este esfuerzo se muestra, entre otras, en la iniciativa ecuménica de la publicación de la Revista de interpretación bíblica latinoamericana (RIBLA), cuyo primer número vio la luz en 1989. Entre los temas tratados en esta revista están los siguientes: lectura popular de la Biblia en América Latina (nº1); Violencia, poder y opresión (nº 2); la opción por los pobres como criterio de interpretación (3); Vida cotidiana: resistencia y esperanza (nº 14); Solidaridad y redención (nº 18). En esta revista, aparecen como autores frecuentes, junto con las protestantes Milton Schwantes, Jorge Pixley, Elsa Támez, Hans de Wit, Dagoberto Ramírez, Néstor Míguez, los católicos Gustavo Gutiérrez, Pablo Richard, Franz Hinkelammert, Severino Croatto, José Comblin, Carlos Mesters.
(14) Ver en este sentido varias obras de Hans de Wit, como la ya citada relectura de los seis primeros capítulos del Génesis, en: He visto la humillación de mi pueblo – Relectura del Génesis desde América Latina; y El libro de Daniel – Una relectura desde América Latina, Ed. Rehue, Santiago de Chile, 1990.
(15) Rubem Alves, Dogmatismo e Tolerancia, Ed. Paulinas, Saô Paulo, 1982, cap. 9, “Há algum futuro para o protestantismo en América Latina? (1970)”

martes, 14 de noviembre de 2006

Décimas Para Pirque


ENTRADA A SAN JUAN DE PIRQUE ... nuestra "residencia en la tierra"


Estás llegando a San Juan
¿Para qué seguir con prisa?
Goza más bien de la brisa
y de rescoldo el buen pan.

Camina p’al almendral,
mira el paraje tan verde,
no tires lo que se pierde…
De flores, como un encaje,
tejido está tu paisaje.
Camina p’al nocedal...


lunes, 13 de noviembre de 2006

Comunidad justificada – comunidad solidaria y hacedora de justicia


Lutero no fue el primero ni ha sido el único en sostener la doctrina de la “justificación por la fe”. Sin embargo, él la redescubrió en una experiencia personal de liberación espiritual, y la formuló luego como doctrina. En la controversia con la iglesia romana de la época, esta doctrina llegó a constituirse a sus ojos en un “artículo principal de la fe cristiana”[1] y generaciones posteriores de luteranos y reformados la han considerado piedra de toque de una iglesia cristiana[2]. ¿Sigue siendo hoy valedera? ¿Nos dice algo hoy, en la postmodernidad globalizada y en nuestra situación latinoamericana?
Examinaremos estas preguntas siguiendo el itinerario del símbolo de “justificación” a lo largo de tres etapas de interpretación de los textos paulinos.

1.- Justificación por la fe: experiencia religiosa y doctrina teológica
a) experiencia religiosa de Lutero
La pregunta que parece haber obsesionado a Lutero desde su juventud era “cómo podía uno presentarse en santidad frente a un Dios justo y exigente” [3]. Pretendía hacerlo mediante el recurso frecuente al sacramento de la penitencia. Pero no quedaba nunca seguro de haber confesado todos sus pecados de tal manera que Dios se los perdonara.
Entre 1513 y 1518, Lutero dictó clases sobre los salmos y las epístolas a los Romanos y los Gálatas. Estas lecturas académicas le dieron una comprensión nueva de la relación del ser humano con Dios y, en particular, del sentido que la “justicia” divina tiene en la Escritura: descubrió que ésta no consiste en una exigencia, sino en la misericordia de Dios, y que la gracia divina no se obtiene mediante obras humanas que la merezcan y tengan un precio a los ojos de Dios, - como el sacramento de penitencia o confesión de los pecados, - sino que es gratuita e “imputada” o atribuida como justicia, en cuanto que Dios ve al ser humano como justo, sin que éste tenga que esforzarse por hacerse justo mediante sus obras.

La experiencia espiritual de encontrarse al fin con un “Dios favorable” (“gnädiger Gott”, según su expresión) fue, pues, la que lo liberó de seguir repitiendo las obras sacramentales y otras mediante las cuales trataba de hacer méritos ante Dios. Se puede decir que se liberó también de las autoridades externas – parentales, políticas y religiosas – que pretenden definir el quehacer desde la norma. Entonces logró confiar en sí mismo como sujeto, en la seguridad de que Dios era quien lo sostenía y amaba. En lenguaje luterano: fue la experiencia de la “justificación por gracia mediante la fe”.

Es esta manera de ver la que lo impulsó, en 1517, a clavar sus 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, contra la concepción romana de las indulgencias, - que, tal como se la predicaba, era ya una concepción mercantil. En contra de la idea de que la remisión de la pena por los pecados ya perdonados se debiera al mérito de obras humanas, como lo quería la predicación de las indulgencias, Lutero afirma que “la vida completa de los creyentes ha de ser una vida de arrepentimiento”. Esta “vida de arrepentimiento” simboliza una actitud interior, no una práctica que la autoridad externa de la iglesia o del príncipe pudiera controlar.

b) controversia protestante-católica
Desde la traducción y publicación de las 95 tesis, a las que se agregaron las de la disputa de Heidelberg en 1518, la doctrina de la justificación suscitó controversia. Los teólogos romanos tropezaron sobre todo en la explicación de que en Rom 4,3 y Gal. 3,6 se trataría de una justificación “imputada”. La manera como Lutero explicaba esta imputación daba para ser entendida como si se tratase de una declaración meramente exttrínseca, - “forense” o jurídica como se la llamó - , y que no plantearía ninguna exigencia de cambio de vida al “justificado”, ni lo transformaría por dentro, sino que cubriría el pecado del ser humano como por fuera, a la manera de un manto. A esta imputación desde afuera los teólogos del Concilio de Trento le opusieron la tesis de la “santificación y renovación del hombre interior”[4]. De este malentendido inicial se siguieron otros a lo largo de varios siglos.

c) hacia un consenso: Unidad de don y de tarea – de justificación personal y servicio al mundo
Desde mediados del siglo pasado, las posturas protestantes y católicas se han ido acercando hasta llegar a firmar, el 31 de agosto de 1999, en Augsburgo, una Declaración conjunta sobre la Justificación. En este documento, y en otros posteriores, las iglesias Luteranas y la Católica romana, junto con “articular algunos elementos de coincidencia”, advierten que no han sido descartadas todas las diferencias[5].

Uno de los teólogos protestantes que ha contribuido más al acercamiento de posiciones ha sido Ernst Käsemann[6]. Su aporte más esclarecedor fue el haber determinado el sentido que la palabra “justificación” – dikaiosyne en griego - tiene en las cartas de Pablo, para poner de manifiesto que la justicia no es una propiedad divina, sino el nombre de una acción salvífica. Mediante ella, Dios vuelve a colocar al ser humano en una relación de fidelidad para con la comunidad de la que se había separado por la ofensa. Con ello la imputación exterior o forense – justificación como don – se vuelve inseparable de la justificación que se expresa en la práctica de la justicia – justificación como tarea -, y el significado individual de la justificación adquiere una dimensión de servicio, convirtiéndose en el acto por el que Dios ejerce su soberanía universal sobre el mundo mediante los “justificados”. Esta visión de los aspectos universales, y por tanto, sociales y políticos de la justificación, desplaza la atención desde el polo del “individuo justificado” hacia la “comunidad justificada”[7], lo que adelanta un desarrollo que se realizará en la tercera etapa.

2. Del “individuo justificado”…
La psicología profunda es, en los tiempos modernos, una de las instancias donde se relativiza la culpa y se la analiza en función de la angustia. En este contexto, Eugen Drewermann, psicoanalista y teólogo a la vez, ha dado una nueva interpretación a la doctrina de la justificación por la fe, desarrollando reflexiones que habían sido iniciadas ya por Paul Tillich[8]. Esta reinterpretación orienta a la persona desde la raiz de su angustia hacia un reencuentro consigo mismo, para reconocerse como amado, aceptado y acogido por el fundamento transcendente del ser – que es Dios[9]. Aquí no se trata sólo de la culpa o pecado en el sentido en que lo entendió lutero, sino de un sentimiento de angustia, si cabe, más profunda.
Quien más, quien menos, todos nos vemos aquejados alguna vez en la vida por sentimientos de inseguridad e incluso de angustia. Estos sentimientos tienen que ver con aspectos muy hondos de la existencia. Se enraizan en la fundamental contingencia de seres que pudieron no haber existido nunca y que un día van a dejar de existir. Nacidos por casualidad, existimos para morir y ser olvidados. Así se nos puede presentar a veces la vida: no tenemos en nosotros mismos una justificación para existir.

Frente a ello, en el extremo de la inseguridad, buscamos nuestra justificación en la sumisión a normas, personas o autoridades, o bien buscamos una solución en una actitud defensiva de autoafirmación exclusivista. Esta defensa se la puede ejercitar en los diversos dominios del tener bienes o riquezas; del ejercicio del poder con el fin de acrecentar dichos bienes y también de hacernos valer como personas. La gloria, el brillo, la dominación o ejercicio del mando – son elementos que deseamos o de los que nos servimos para disminuir nuestra angustia de no tener otra justificación para nuestra existencia. Ellas nos sirven como razón de nuestra vida – “justificación” de la misma.

En ello consiste precisamente el “pecado original”: en la angustia, enraizada en la contingencia (esto es, la experiencia de la levidad, labilidad, casualidad del poder ser y no ser, “ser para la muerte”), de la que el ser humano se quiere liberar autojustificándose mediante el tener, el poder y el valer.

En vez de todo ello, sólo la fe puede liberar al ser humano de esa angustia existencial que se expresa, sea en la sumisión ciega a normas impuestas, sea en el afán de dominio o posesión, en cuanto que ella nos hace reconocer que la revelación consiste en la experiencia de ser y estar fundamentalmente aceptado por quien nos llamó a la existencia. “La religión encarnada por Jesús se basa en la confianza de que cada ser humano tiene la posibilidad de aceptarse a sí mismo ‘como algo eternamente significativo, eternamente amado y eternamente acogido’” [10]. “Justificación” consiste así en llegar a reconocer, en la propia precariedad de la existencia y a pesar de ella, una razón para vivir que se arraiga en lo más profundo del ser de cada cual.
Quien así recobra esa confianza radical, adquiere seguridad y queda libre para aceptar la existencia y el aporte del otro, y con ello la transacción y la comunicación o diálogo como constitutivos de su existencia. Así puede abrirse al amor del otro como otro de sí mismo.
3. …a la “comunidad justificada”.

La doctrina de la justificación ha sido resignificada por teólogos, como Elsa Támez, que, desarrollando los aspectos sociales ya apuntados más arriba, han adoptado el punto de vista de los excluidos, oprimidos o explotados que constituyen la gran mayoría en nuestro mundo. Ellos son, en efecto, aquéllos cuya existencia está menos “justificada”, pues se les atribuye menos valor. En medio de un universo de injusticia y pecado (adikía y hamartía) la buena nueva de la justificación consiste fundamentalmente en que la justicia de Dios aparece en la fidelidad de Jesús de Nazaret – en su fe en que Dios es fiel por encima de los poderes de la muerte. Esta fe de Jesús es la que le hizo asomarse al futuro del “Reino de Dios” como posibilidad concreta de una nueva era de la humanidad. En Jesús se manifiesta la justificación como obra de Dios. Cuando se proclama que Dios ha resucitado a ese hombre “que pasó haciendo bienes”, se está diciendo en términos simbólicos que Dios la ha hecho justicia, respondiendo así a su fe. “Justificado” es, pues, aquél que acogiendo la obra de Dios en su propia vida, tiene abierta la posibilidad de transformarse para hacer justicia en torno suyo, como Jesús. “La finalidad de la justificación es transformar a los seres humanos en sujetos que hacen justicia, que rescatan la verdad aprisionada en la injusticia” [11].
En esta tercera intrepretación de la doctrina de la justificación, se afirma que no es posible “justificarse”, es decir, llegar a ser persona humana digna y a carta cabal, sin ser y hacerse consciente de los vínculos de solidaridad con los demás seres humanos, más aún cuando la dignidad de éstos se halla disminuida u oprimida. La justificación recibida como don se convierte así en un llamado a comprometerse por el restablecimiento de la justicia en todos sus niveles sociales, “justificando” así la existencia de los oprimidos y explotados en su valor pleno o absoluto. Sólo cumpliendo con esta tarea, los creyentes pueden constituirse como “comunidad que está bajo el derecho escatológico de Dios”, donde la “justicia de Dios se hace visible en la tierra”.
Interpretación de tres momentos simbólicos
Resumamos los pasos del itinerario seguido hasta ahora.
En un primer momento, la conciencia angustiada de Lutero que ha buscado al Dios “favorable” sin hallarlo en las obras prescritas por la iglesia, lo encuentra en su propia interioridad individual. Luego de este hallazgo, declara desconocer que Dios y su justicia pueda ser administrado desde Roma. La “justificación” o razón de ser de cada persona sobre la tierra no podrá ser otorgada en adelante por ninguna jerarquía, ni religiosa ni imperial. El cristiano habrá de buscarla en sí mismo, con su razón y su libertad.
El segundo momento representa una respuesta al desplazamiento aún más radical que la idea de Dios ha sufrido en la modernidad. Si el psicoanálisis freudiano no descubre ni a Dios, ni a la razón ni a la libertad en las pulsiones instintivas, sin embargo, parece posible transitar desde esa desconstrucción hacia una mirada postcrítica, la de una “ingenuidad segunda” (Paul Ricoeur), que permitiría al ser humano tomar conciencia de que la angustia que le lleva a la culpa es superable en una comunicación entre personas donde pueda producirse la experiencia de trascender al propio yo hacia el tú del Otro (Emmanuel Lévinas). Al recibirse del Otro en el momento en que se abre a él, el ser humano se experimenta como radicalmente aceptado y “justificado” para existir. Esa intercomunicación sería, en la era postmetafísica, el nuevo nombre de la trascendencia de Dios.
Pero sólo en el tercer momento se completa el proceso. Aquí el desplazamiento se vuelve aún más radical, porque se postula el paso de lo trascendente a lo histórico y a lo actual, con todas las contradicciones que la actualidad conlleva. Es el paso que dio Jesús de Nazaret y el que también se nos pide a quienes nos decimos sus seguidores. La comunidad de sus seguidores sólo se “justifica” – es decir, tiene razón de existir – si vive para devolver su dignidad a aquéllos a quienes el sistema imperante hoy, modelado sobre el intercambio meramente mercantil de bienes y servicios a nivel mundial o global, no toma en cuenta, sino que explota y arroja a la vera del camino. Esta es hoy la piedra de toque, el artículo por el que “se pone de pie o decae” cualquier grupo que quiera llamarse iglesia de Jesús de Nazaret.
En este itinerario, dos símbolos han sido varias veces desplazados y resituados: el de “Dios” y el de la “justificación”.
Primero, la “sede” simbólica de Dios o de la trascendencia ha sido dislocada de unas figuras exteriores de autoridad, para hacerla coincidir luego con la conciencia individual y la comunicación interpersonal, hasta detenerse y determinarse finalmente en la relación con los “condenados de la tierra” (Frantz Fanon) que son los elegidos del Reino.
Segundo, el símbolo de la “justificación”, que en la Edad Media se refería a la idea y el sentimiento de “culpa”, ha pasado hoy a designar la búsqueda o el hallazgo de una respuesta sanadora a la raíz u origen de toda culpa: la angustia del existir fortuito, amenazado y contingente. Sin embargo, su designación última es la tarea de hacer justicia: es decir, devolvérsela a quienes son tratados injustamente.

[1] Comentario a los Gálatas, frecuentemente.
[2] Por ejemplo John Owen, (1616-1683), Doctrine of Justification by Faith, quien afirma que esta doctrina es el “artículo por el que una iglesia se pone de pie o se derrumba” [“articulus stantis aut cadentis ecclesiae”], citando a Gal. 2, 16–21; v. 4, 5., p. 385, en sitio www.ccel.org/ccel/owen/just.html).
[3] John Dillenberger, “Introducción a Martín Lutero” (11 páginas, Traducido en www.luteranos.cl de Martin Luther: Selections from his Writings, editado por John Dillenberger y publicado por Anchor Books / Doubleday. Disponible en www.bn.com.)
[4] Concilio de Trento, Decreto sobre la Justificación, cap. 7, Denzinger 799, y cánon 11, Denzinger 821.
[5] Anneliese Meis, “El problema de la salvación y sus mediaciones, en el contexto de la Declaración Conjunta católico-luterana sobre la doctrina de la justificación”. Teología y Vida, pp. 89-121 (Vol. 42, Nº 1 y 2, 2001); ver también Antonio Rehbein Pesce, “Martín Lutero en la historiografía católica y en la Iglesia católica actual.” Teología y vida, 2001, vol. 42, no.3, p.266-279
[6] Ernst Käsemann, “La justicia de Dios en Pablo” en Ensayos exegéticos.(Ed. Sígueme, Salamanca, 1978), publicado por primera vez en 1961 en la revista Zeitschrift für Theologie und Kirche. Cf. p. 277.
[7] Beltrán Villegas, en su artículo “Una visión de la gracia: la justificación en Romanos”, Teología y Vida, 28 (1987), p. 277-305, profundiza la investigación exegética sobre el punto y verifica, con aportaciones originales, la línea de investigación iniciada por Käsemann (y Stanislas Lyonnet).
[8] Sobre todo en su libro Psicología y teología moral, vol. I. “Prólogo”; “Pecado y Neurosis”, p. 132-139.
[9] El “ground of being” de Paul Tillich. Drewermann confiesa afinidad con el pensamiento de Tillich. Cf. [Psicología profunda y exégesis], Tiefenpsychologie und Exegese, t. 2, (Munich 1993), p. 574, nota 87.
[10] E. Drewermann, en o.c. t. 1. p. 478, citando una obra de Paul Tillich.
[11] Ver Elsa Támez, art. “Justificación” en Casiano Floristán y Juan José Tamayo, Conceptos Fundamentales del Cristianismo, (1993), p. 664-675; también Elsa Támez, Contra toda condena, (DEI, San José de Costa Rica, 1991) ; Hans Küng, Ser cristiano, IV, III, 3 “Liberados para la libertad. ¿Justificación o justicia social?”