sábado, 3 de abril de 2010

Respuesta a Fernando Villegas

Una respuesta a Fernando Villegas

En un comentario en el diario La Tercera[1], Fernando Villegas hace uso de su excelente pluma castellana, y también de su arte de sofista, para confirmar, desde su propia interpretación, los miedos y prejuicios de sus admiradores sobre hechos que, en torno al terremoto, nos han conmovido a todos.

A estos hechos se los ha descrito - no sólo bajo la pluma de Villegas - como “saqueo”, “pillaje” y “vandalismo”, y se los ha calificado de “robo” y, consiguientemente, de “delito”.

No descartamos que haya habido delitos y robos propiamente dichos en las acciones ocurridas en varios supermercados de diversas ciudades y pueblos. En efecto, hemos visto en las pantallas de TV a muchachos llevándose lavadoras y otros electrodomésticos. Hemos sabido de la existencia de mercado negro de productos básicos, por lo que no descartamos que también se hubieran cometido delitos en la adquisición de estos bienes que se revendían a precios elevados.

Sin embargo, rechazamos, como método sesgado de análisis, el tomar la “parte por el todo”. Lo que en letras es una figura o tropo llamado metonimia y sirve para enfocar el aspecto más importante de una cosa o hecho, en manos de un analista social, como quiere serlo Villegas, se convierte en un instrumento tan poco fino y tan dañino como lo sería un mazo, en vez de la llave, para abrir una puerta, - en este caso, la puerta que diera acceso a la interpretación de una realidad compleja.

La situación era, para muchas madres y padres de familia – los mismos que podemos encontrar en el bus o en la oficina, como dice Villegas -, no sólo compleja, sino perpleja. ¿Qué hacer para darles pan y leche a los niños, ponerles pañales a las guaguas, en suma, para alimentar a la familia en momentos en que todavía la autoridad estaba evaluando la catástrofe? La Presidenta en ejercicio y el Presidente electo sobrevolaban en helicóptero las zonas siniestradas. Fuera de esos ruidos de motores representando al Estado, no se oían aún los de los aviones o camiones que podrían traer, como lo hicieron hacia Haití, las vituallas indispensables.

En efecto, cuando lo indispensable falta y no se prevé cuándo ni cómo se lo podría adquirir, entonces se está frente a un caso de “necesidad extrema”. Y éste es el que define la perplejidad en que se encontraban muchos padres y madres de familia: ¿qué hacer? ¿pedirle al vecino? ¿o sacar lo indispensable allí donde se encuentra almacenado? Pero, ¿no es esto robo?

Para quienes hemos sido educados bajo el lema de la inviolabilidad de la propiedad privada, la figura del “delito” está clara. Sin embargo, un moralista tan conspicuo y ajeno a cualquier contagio ideológico de “izquierdas” como Tomás de Aquino (un teólogo del siglo XII y “santo” de la Iglesia Católica) escribe repetidas veces, invocando la autoridad de San Ambrosio de Milán, un “Padre de la Iglesia” católica, que “en caso de extrema necesidad, todas las cosas son comunes”[2]. Claro, Tomás de Aquino tenía una pluma y una mente sin prejuicios, ni los de izquierdas, como decíamos, pero tampoco los de impío individualismo que se nos ha venido inculcando desde la época del primer mercantilismo mundial, pero sobre todo en nuestros días de implacable y globalizado neoliberalismo.

En la misma sección de la anterior cita, Tomás de Aquino escribe una frase que hoy le sería devuelta con el apelativo de “comunista” a quien quisiera repetirla. La repito, pues, aun exponiéndome a ese “peligro” (si lo fuera…): “Se puede hablar de riquezas injustas, es decir, de desigualdad a causa de la repartición desigual que hace que, estando uno en la indigencia, viva otro en la abundancia”[3].

Esa es la razón por la cual se produce de pronto una “necesidad extrema” que no podemos entender cabalmente, en toda su angustia visceral y epidérmica, quienes vivimos “en la abundancia”. Y en esa “necesidad extrema” se fundamenta no sólo el impulso, sino también el derecho a hacerse de aquellos bienes indispensables que han sido devueltos, por la naturaleza misma de las cosas, desde la propiedad privada a la propiedad común o comunitaria.

Villegas le da también con el mazo cuando busca las causas de que ésta, la chilena, sea una “sociedad enferma”, como él la diagnostica. Pues, según él, el “comburente” que le da persistencia a la “mezcla explosiva” de desigualdad, por un lado, y de “aspiraciones adquisitivas”, por otro, es nada menos que “la hegemonía ideológica de las doctrinas acerca de los derechos humanos”.

Interpretando la frase según su tenor gramatical estricto, parece que Villegas no pone en tela de juicio las doctrinas acerca de los derechos humanos, sino sólo la “hegemonía ideológica” con la que se las habría puesto en práctica, con supuestas consecuencias desastrosas para el cuidado del orden público. Hay, pues, aquí un juicio político sobre la aplicación judicial de las mismas. Según él, habría operado una “hegemonía ideológica”, es decir, algo así como una dictadura, que habría impuesto “lenidad y obsecuencia” en su aplicación práctica judicial y legal. Es una crítica grave que toca a la Judicatura chilena. Pero, más allá de ello, es un desconocimiento, a estas alturas mañoso, insultante y, esta vez sí que ideológico, de las muertes, desaparecimientos y de todo lo que sufrieron cientos y miles de ciudadanos durante la dictadura militar.

Villegas le da no sólo con el mazo, sino con la pistola, cuando llega a felicitar con el epíteto de “valiente” al carabinero que amenazó con su arma a un delincuente. Admitamos que éste sea un verdadero “delincuente”. Pero por algo en Chile se suprimió la pena de muerte… ¿Cuál habría sido el juicio si la pistola hubiera sido gatillada? ¿Se justificaría la muerte de un muchacho como castigo de un robo que se realiza en circunstancias en que otras personas están legítimamente haciendo uso de su derecho a la vida mediante la recuperación de bienes indispensables que, como lo hemos argumentado, por la situación misma de “necesidad extrema”, han sido devueltos como comunes?

Manuel Ossa Bezanilla

Investigador de Plataforma Nexos



[1] “La Pistola al Cuello”, 2 de marzo de 2010

[2] Suma Teológica, II - IIae, cuestión 32, artículo 7º, respuesta a la 3ª objeción; II - IIae, cuestión 187, artículo 4º, en el cuerpo del artículo.

[3] Suma Teológica, II - IIae, cuestión 32, artículo 7º, respuesta a la 1ª objeción

¿Quién nos protege?

¿Quién nos protege?

“Se nos mueve el piso”, se nos ha movido el piso como nunca antes, nunca había durado tanto, nunca había abarcado tanto espacio, nunca había destruido tantas casas y calles, ni tampoco tantos comportamientos, costumbres y convicciones.

Se nos mueve el piso, y durante cuatro días no hay Estado, ni comunicaciones, ni luz, ni agua en muchas partes. No nos falta el aire, pero si el aliento, que es tanto como el aire.

Se nos mueve el piso, y sigue moviéndose. Ya no hay nada firme. Sobrevivimos, ¿por cuánto tiempo?

No depende de nosotros, sino del desplazamiento de unas placas – tectónicas, las llaman. Son invisibles, pero más poderosas que todo lo que se puede ver. Placas calculadas por geofísicos. Ellas producen desde abajo el efecto material que luego nosotros construimos aquí arriba, en la superficie, como tembladera social de dimensiones.

Lo construimos con nuestro pavor, nuestro helársenos la sangre, nuestro mirar fijo con rostros desencajados a quienes nos devuelven una mirada semejante, que no ofrece asidero, porque la vida misma se ha vuelto gelatinosa, como el suelo al pisarlo, cuando tiembla, a cada rato. Lo construimos con nuestro miedo.

Miedo. Tenemos miedo de la tierra que nos sostiene, que pueda dejar de sostenernos, abrírsenos para tragarnos, desprender guijarros o rocas que nos hieran, derrumbar casas y edificios, acabar con todo lo que tenemos y queremos: con todo y todos o con muchos.

Miedo a la falta de cobijo. Desprotegidos.

* * *

En 1755 hubo un terremoto terrible en Lisboa. Cuatro años después, Voltaire escribió su sátira Cándido. Era un ajuste de cuentas con Leibniz, pero también con Dios. Con el Dios de Leibniz. Este filósofo había escrito cuarenta años antes una “defensa de Dios”: si Dios era bueno y había creado el mejor de los mundos posibles, entonces el mal no existía sino en razón de otros bienes mayores, previstos por Dios.

A lo largo de decenas de peripecias atroces que le toca vivir a Cándido, Voltaire se ríe de la explicación de Leibniz. Entre otros dramas, Cándido se salva por poco de perecer en el terremoto de Lisboa… Al final, a Cándido y su comparsa de personajes azotados por el destino no les queda otra salida que “cultivar su jardín”: “trabajemos sin razonar. Es la única manera de volver soportable la vida…” Es la conclusión a que llega Martín, un ilustrado socio de Cándido.

La crítica de la Ilustración ha hecho mella en nuestra cultura, pues pocos son los que piensan hoy como Leibniz… ¿Qué bien mayor podría compensarle en algo a la mamá a quien el tsunami le arrebató dos hijos de sus brazos? El proverbio popular – “no hay mal que por bien no venga” – sonaría aquí como burla cruel.

Pero entonces, ¿protegía alguien a esa mamá y a sus niños? ¿Alguien nos protege a nosotros, sobrevivientes, contra esas placas subterráneas movedizas que le quedaron mal puestas al Dios creador? ¿Hay un Dios que nos proteja de su propia creación?

Al Dios cuya Sabiduría “juega con la redondez de la tierra”, como dice la Biblia (Proverbios 8, 31), ¿no se le estará pasando la mano con su jueguito? ¿O nosotros los humanos somos apenas un minúsculo y pasajero epifenómeno en un sistema solar destinado fatalmente a desaparecer tal vez para siempre en la nada de un “agujero negro”?

* * *

El terremoto nos enfrenta inevitablemente con Dios. Nos confronta con él. Cualquiera sea la explicación que demos de este sinsentido, estamos confrontados aquí con el Sentido Último de nuestra existencia o con la Roca en que se funda nuestro ser. Confrontados por el sí o por el no. Confrontados, como lo estuvieron nuestros padres en la fe, un Jacob que salió rengo de luchar toda una noche contra él, o un Job que maldijo el día en que fue engendrado…

¿Hay un sentido del sinsentido? ¿Hay algo o alguien que nos proteja? ¿Hay algo así como un seno materno, bien cálido, bien total y amoroso, que nos cobije ahora y en la hora en que vacile el piso donde taconean tan altivos nuestros pies?

No lo podemos responder con la sola cabeza, tan acostumbrada a hacer cálculos. Los cálculos fallan cuando se trata del sentido. Y no sólo entonces, pues parecen haber fallado muchos cálculos en la construcción de autopistas y de rascacielos. Pero a lo mejor, si después de todos ellos, y de todas las rabias, angustias y penas… nos recordamos sencillamente de lo que nos sostuvo… y sostiene:

· “En los largos tres minutos del sismo, simplemente nos abrazamos, tú y yo, sintiendo que íbamos a morir, pero juntitos… Y eso sellaba una vida...”

· “En las noches siguientes al sismo, dormimos los cuatro en una sola cama… para cobijarnos…”

· “Los cuatro días que siguieron al sismo, no hice más que tomar café y mirar el suelo… sin casa. Pero ahora vamos a preparar los útiles escolares, porque los niños entran a clase…”

· “Sí, es nuestro hijo. El estudia en la Universidad ingeniería. Pero ahora está aquí con nosotros en el campo, dale que dale con el martillo y el serrucho, porque se nos cayó todo y lo estamos volviendo a parar…”

No hay cobijo fuera de esta comunidad humana de hombres, mujeres y niños que formamos todos. Nos damos cobijo entre todos. O no hay cobijo. De eso depende que haya Dios o que no lo haya.

Manuel Ossa B.

En Pirque, Pascua de Resurrección 2010