jueves, 1 de marzo de 2007

De Oaxaca a Teotihuacán y Guadalupe



Notas sueltas de un viaje a México

por Manuel Ossa
10.02.07


Emplazada entre montañas,entre tres valles: Etla, por el norte, Zimatlan por el sur, Tlacolulca, en sus laderas, como en una enorme anfiteatro, Oaxaca es la Nueva Antequera de los españoles, en el sitio que desplazó, a la llegada de los conquistadores, la antigua dominación Zapoteca. Esta capital y sede de culturas que se remonta por lo menos a cinco siglos antes de Cristo, fue rebautizada en sus ruinas a veinte minutos de la actual Oaxaca, como Monte Albán, denominándose así también los diversos períodos de sucesivos florecimientos y decadencias de esa civilización.


La ciudad misma de Oaxaca es una maravilla urbana, arquitectónica y vegetal a la vez. Estamos alojados en el Hotel Monte Albán, antiguo palacio que un obispo de Oaxaca mandó construir para él hacia 1800, con enormes piedras de cantera, en sitio cuadrangular, frente a la catedral. Vestigio del poder y la riqueza de la iglesia en aquella época.
Pero no es el único ni el mayor. Está también la iglesia de los dominicos y su antiguo claustro contiguo, hoy día convertido en museo.


Salí de ambos con una mezcla de admiración y rabia. El oro derrochado en los enchapados de la iglesia, las imágenes pintadas en bóvedas, cúpulas y altares, el fausto del sillón episcopal (del que se dice en un pendón moderno junto al altar que ese "humilde servicio" debe mostrar la grandeza y el señorío de la divinidad) - todo ello me habla de poder religioso utilizado claramente para reforzar la dominación eclesiástica y la de los ejércitos y administradores reales - dominación que iba claramente de la mano con el enriquecimiento de los frailes.


En un recuadro del museo se dice, con velada picardía, que la ciudad de Oaxaca creció durante la colonia en torno a los conventos - que fue donde más se contribuyó al mestizaje del pueblo...
Dedicados a salvar las almas de los indios, los frailes destruyeron sus divinidades y su cultura. No vacilaron al comienzo en callar y ocultar la imagen de Jesús crucificado por dos motivos, el uno alegado, el otro más oculto. El alegado, para no favorecer con la imagen sangrante la tendencia sacrificial de la religión zapoteca y mexicana en general. La oculta: para no presentarles a los indios la idea de que el dios de los españoles era un dios derrotado...
Sin embargo, el Jesús llagado y doliente fue descubierto a poco andar por los indígenas y adoptado como imagen de su propio sacrificio de dominados, diezmados y subordinados a los conquistadores y colonizadores...


Religión como instrumento de dominación. No sólo la católica, sino también la de los indígenas. Porque fue esa la función que su propia religión tuvo para sus pueblos. Y cuando la religión decayó en su poder por haber profetizado algo que no se cumplió - que los españoles volverían a sus tierras dejando libre a México de su dominio - entonces los jefes militares indios la reinventaron y se volvieron sus propios sacerdotes, porque la necesitaban como elemento de legitimación de su poder y para lanzar al pueblo a luchas defensivas o conquistadoras.
Lo que queda de todo ello lo hemos palpado en nuestro encuentro con indígenas en la catedral, donde hombres viejos, mujeres de mediana edad y hasta algunos jóvenes, visitan los diversos altares de su devoción, pues los hay para todos, uno tras otros... (Como el del Señor del Despacho Rápido, en la catedral del México, llamado así porque al parecer no tarda en escuchar los ruegos de sus devotos…)


Fuera de la iglesia, en el negocio hay también religión. Lo vimos mientras desayunábamos, cuando una mujer se persignó con el billete que le diera Verónica, pidiéndole a Dios que esa primera venta del día - bastante grande, porque recibió de una vez más de cien pesos - le trajera suerte para las horas siguientes en que iría recorriendo las mesas de los restaurantes en la plaza, como otros cientos de niños y mujeres que pululan para ofrecernos a los turistas el producto del trabajo artesanal del padre o del esposo - quien sigue trabajando en su casa, o aguaita desde un dintel de puerta cercano.


18.02.07


Escribo en ciudad de México, el domingo después de nuestra vuelta de Querétaro, San Miguel de Allende y Guanajuato. Estamos terminando un periplo intenso por el corazón de este pueblo hermoso, sufrido y alegre a la vez, para el que la vida y la muerte son las dos caras de una misma y única realidad, trágica y sublime a la vez.


Antes de partir para Querétaro, visitamos, maravillados y maravillosamente guiados por Annie, el museo de arte popular. Allí se encuentran varios árboles de vida, coronados por el sol y la luna, en cuya raiz y tronco se representa la fuerza vital de un ancestro - Adán y Eva en algunos, en otros un indígena o un "insurgente", y luego hacia arriba cualquier cantidad de ángeles y humanos en escenas de la vida y de la muerte. Pero el reverso del árbol de la vida es el árbol de la muerte, de la cual la vida también se alimenta y reproduce sin cesar.


Leyendo Pedro Páramo de Juan Rulfo en el bus que nos trajo ayer de vuelta de San Miguel de Allende, encontré otra modulación de la misma melodía. Un hombre, Pedro Páramo, que da vida y da muerte a un pueblo del que sólo quedan los murmullos de los muertos aún deambulantes y aparicientes en las noches, en los sueños, en los ensueños de los vivos - representados por uno de los supuestos hijos de Pedro Páramo, el que vuelve por encargo de su difunta madre a cobrarle en dinero o en tierras la vida que les debía por haberlos abandonado.


Es una pulsión semejante de vida y de muerte la que se encuentra en la historia y los cuadros de Frida Kahlo, cuya casa azul visitamos en el barrio de Coyoacán, y en la tremenda búsqueda vital de Diego de Rivera, cuya casa natal visitamos en Guanajuato. Guadalupe Rivera, su hija (que se llame Guadalupe no deja de ser paradójico, - pues su padre escribió “No hay dios” en su fresco Paseo por la Alameda, letrero que tuvo que borrar por presión de los curas -, pero la paradoja se da a entender, porque en Diego Rivera se abrazan los indígenas y los mestizos mexicanos igual al abrazo que se dan en esa mujer indígena, emparentada fisionómicamente con el indio Juan Diego, todos los mexicanos).


19.02.07


Dos santuarios mexicanos al término de nuestro viaje: Teotihuacán y Guadalupe.
A las nueve de una mañana fresca, despejado el cielo, llegamos a la “ciudad donde los hombres se convierten en dioses". Tal es una de las traducciones posibles del nombre que le dieron al lugar los mexica posteriores, cuando la civilización y cultura teotihuacana ya se había extinguido en el siglo VIII d.C. por razones que se desconocen: ¿levantamiento popular contra los sacerdotes-señores? ¿Invasión de otros pueblos de la región? ¿Catástrofes naturales de sequía o inundación? ¿O todas estas causas juntas? Lo cierto es que ese pueblo asentado como cultivadores generó su casta de ricos debido a los excedentes agrícolas y un culto donde los sacerdotes dictaron las leyes que supuestamente iban a aplacar o mantener propicios a los dioses y las diosas de fertilidad, del agua, de la tierra, del sol y de la luna. De allí resultó una dominación y una casta de dominadores y un pueblo que se les sometió y comenzó a levantar casas, palacios y templos monumentales, primero a la luna - la pirámide al cabo norte del callejón de los muertos -, algunos siglos más tarde al sol, a medio camino, y templos a la serpiente alada, Quetzalcoátl.


La monumental cultura teotihuacana conoció apogeos, declinación y derrumbe hasta desaparecer. Pero los mexica leyeron esa desparición en clave de glorificación: hombres que se convierten en dioses. La muerte es glorificación. Por eso en la dedicación del templo a la Serpiente Alada se sacrificaron 260 hombres, ataviados y alajados, en grupos que marcaban el ritmo del calendario. Como otras “víctimas” de sacrificios, tendrían la misión gloriosa de escoltar al dios sol en su diario viaje alrededor de la tierra…


Que el hombre se vuelva dios, ¿no es ése un ideal humano profundo? ¿el más profundo? Atanasio explica la redención en términos de humanización de Dios para que el hombre se vuelva dios... Por eso, en la fórmula de Calcedonia, Jesús fue proclamado dios “de la misma naturaleza” que su padre, para que el ser humano cumpliera con su anhelo, al menos en uno de sus ejemplares, y si lo cumple en uno, lo realiza en todos, pues en él estaríamos todos “recapitulados”... Teotihuacan duró nueve siglos. Los ecos de Calcedonia no se extinguen aún. ¿Por cuánto tiempo?

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